Entrevista al catedrático de Historia Contemporánea (USC) y escritor
Ramón Villares: «En Galicia sigue siendo más fuerte la identidad de país que la de nación»
En su último libro analiza los vínculos entre cultura y política, que se enlazan en la historia más reciente de Galicia hasta llegar a nuestros días
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Iniciar sesiónEl profesor Ramón Villares se presta a la conversación sin importar el derrotero que tome. La excusa es su nuevo libro, ‘Cultura y política en la Galicia del siglo XX’ (Ed. Galaxia), pero el interlocutor se abre a una visión amplia de la historia, en ... pasado y futuro, con recetas para el presente. No teme la crítica porque tiene claro quién es y dónde está, desde hace décadas. Es una de las voces más sensatas de la intelectualidad galleguista. La charla no defrauda; bien al contrario, ilumina.
'Cultura y política en la Galicia del siglo XX'. ¿Cultura y política son un binomio indisociable en Galicia?
No del todo. Tiene relación, porque la política gallega del siglo XX tiene un gran componente cultural. Lo tiene en todas partes, la verdad, porque un proyecto político sin una cierta hegemonía cultural no funciona. Yo me ocupo no de la cultura política de los gallegos sino de cómo el galleguismo o el nacionalismo, depende de las fases, estuvo soportado no solo en partidos sino también en ámbitos culturales, especialmente grupos. El periodo que más toco es la época franquista. Eso me permite descubrir la pluralidad de grupos culturales en Galicia, las relaciones entre ellos y con el exilio, y cómo eso desemboca en la Transición y la España de las autonomías.
¿Cultura entendida como identidad?
Sí, claro. Entendida como forma de estar en el mundo, como proyección de las aspiraciones no solo de un individuo sino de una colectividad. Una cultura, pongamos la lengua, la música, el teatro o la literatura, hay muchas formas de expresarla. Eso tiene que ver con la identidad. Pero no solo, porque la identidad se forma con el territorio, a veces con la religiosidad o la etnia. Hay muchos factores que participan, pero la cultura es la argamasa que todo lo une. La tesis central del libro es que en la construcción de la Galicia contemporánea, la cultura ha sido esencial, ha ido por delante de la movilización política y la organización partidaria.
«El ser de Galicia depende de su permanencia como cultura. Si nuestra cultura muere, desaparecerá del mapa espiritual de Europa» (Ramón Piñeiro). ¿Sigue vigente?
En términos literales, sí. Pero es una afirmación un poco angustiosa. Nosotros, como pueblo, permaneceremos incluso con distintas formas culturales. En esencia, la apelación a la cultura como argamasa de la identidad era correcta antes y sigue siéndolo ahora, aunque ahora la diversidad sea mucho mayor. La gente puede sentirse gallega viviendo en Londres, porque come pulpo o toca la gaita.
¿Se puede mantener viva la cultura sin la lengua?
Es difícil. Pero muchos pueblos tienen cultura específica y comparten lengua. Ahí están las repúblicas sudamericanas. En el caso europeo, desde el siglo XIX y el momento ‘wilsoniano’ en que unió la nación con la lengua, esto está bastante consolidado. Pero nada indica que una lleve a la otra inexorablemente. Pongamos el caso irlandés: la independencia tenía dos elementos fundamentales, unir la isla y rescatar el gaélico. No consiguieron ni una ni otra. Eso no quita de considerarlos un estado independiente y una cultura específica, aunque sus aportaciones sean en inglés, como Joyce o Seamus Heaney.
Dice en uno de sus ensayos que en 1980, cuando se aprobó el Estatuto, había «identidad de país» pero no «identidad como nación». ¿Sigue siendo así?
Algo ha evolucionado. La autonomía ha creado una cierta identidad, mal que bien ha creado autonomistas. Incluso para aquellos que no creían en la autonomía, es algo que no se puede olvidar. Hoy sigue siendo verdad la idea de que es más fuerte la identidad como país que como nación política. Pero esto se mueve en el tiempo. Nada indica que sigamos siendo así dentro de cuarenta años, sea un estado independiente o no sea. No me atrevo a predecirlo. Pero nuestra identidad desde el punto de vista cultural y antropológico sigue siendo muy fuerte. Todo está cambiando. La lengua se ha recuperado con la autonomía, pero de una forma desigual. Se ha consolidado más en los segmentos que la traían del ámbito familiar que aquellos incorporados recientemente, sin que esto desprecie la postura de los ‘neofalantes’. Desde el punto de vista institucional, lo que marca el proceso es la autonomía, con independencia de quién la gobierne. ¿De la autonomía se puede pasar a otro lugar? Sí, miremos Cataluña. Pujol llegó a la presidencia en el marco autonómico en los 80 y dentro de ese ámbito ya vemos dónde están.
¿Puede haber identidad sin conciencia?
Difícilmente. La identidad es estática. Si es independiente de la voluntad y la percepción del individuo, es difícil. Lo que marca la identidad es la conciencia. ¿Qué es la nación sino la percepción de un individuo de pertenencia a una comunidad, sea imaginada o no, que está más allá de sí mismo, y en la que un conjunto de individuos piensan como él?
¿Y puede haber conciencia sin identidad?
Conciencia de otro estilo. Conciencia obrera, o burguesa, o política. Puede no ser identitaria, claro.
“La idea de Galicia”, como concepto, ¿ha cambiado mucho a lo largo de ese siglo XX?
Sí, ha variado. Ha mutado desde una percepción más étnica, reducida al celtismo hace cien años; a una concepción más plural, donde la tierra y la religión fueron colocadas por la Xeración Nós como referente; varió desde el nuevo nacionalismo de los años 60 que introdujo en primer plano la lucha de clase y una suerte de filiación con las luchas de liberación nacional y los aspectos económicos de subdesarrollo o expoliación colonial… Pero ninguna idea es incompatible con la otra.
¿Qué idea tiene hoy Galicia de sí misma?
Cada gallego tiene una. Pero es evidente que los externos nos consideran como algo diferente, un sitio distinto. ¿En qué medida es distinto? Eso está por determinar, es gradual. Que se nos percibe como algo diferente, es evidente. Y que el gallego tiene una tendencia a una doble identidad, también: una identidad muy fuerte de gallego, pero no solo. Lo dicen las encuestas, no lo invento. Es el lugar donde el sentimiento de identidad propia es bastante acusado, pero siempre entendido con otra identidad o pertenencia. Me quedo con esa percepción de ser algo diferente.
Se armó no poco revuelo en algunos sectores con su afirmación de que los jóvenes se alejaban del uso del gallego por su connotación política. Le acusaron incluso de «traicionar a la lengua». ¿Se reafirma?
Fue una afirmación que hice en una entrevista que iba de otra cosa. Creo que la lengua es un elemento sustancial, pero no es el único ni podemos hacer depender el futuro de su futuro. Eso vale para este país y para otro cualquiera. Lo que quise decir es que la lengua avanzaría mucho más si se retirara un poco del debate político y fuera un elemento de convergencia y no de confrontación de la población. Y lo digo por todos.
¿Se es menos gallego sin hablar en gallego?
Se es gallego de otra forma.
¿Por qué es tan espinoso debatir sobre la lengua? ¿Por qué hay tantas líneas rojas?
Porque aquí ha sucedido que la lengua ha necesitado transformarse de una lengua rural y campesina a una lengua más urbana y, quizás, más culta. Pero el pensamiento galleguista y nacionalista se ha filologizado bastante. Eso explica la atención tan especial que se le presta a la lengua. Y como tenemos una cuestión añadida como es su relación con la lengua portuguesa, en qué manera se aproxima, se disuelve o se separa, establece un campo de minas. Hay peligros por todas partes. Los que son dogmáticos lo ven todo claro; los que somos más dubitativos, vemos más problemas.
Desde fuera de Galicia sorprende a muchos la corriente fuertemente regionalista del PP gallego. ¿Abandonarla es abonarse a perder la centralidad en Galicia?
Eso lo tendrá que pensar el PP. El componente regionalista ha estado presente en todo el siglo XX, desde los carlistas hasta el propio galleguismo de las Irmandades da Fala. En el franquismo había cierto regionalismo cultural, en la música, en los ámbitos menos problemáticos. Y eso no se puede desconocer. Es evidente que el PP gallego es diferente del PP valenciano o andaluz, por no decir del español. Esto es una confirmación de que aquí hay una realidad distinta. Desconocerla sería suicida.
¿Por qué un sector amplísimo de la sociedad que se considera gallego y vota regionalismo siente tanto recelo a cruzar la acera y votar nacionalista?
Es la pregunta del millón. Los tránsitos del regionalismo al nacionalismo no siempre han sido conflictivos. Ha habido regionalismo bretón que no pasó al nacionalismo bretón; hubo regionalismo catalán que sí pasó al nacionalismo, como Cambó. El regionalismo político conservador es otro. Que eso pase a una solución nacional yo no lo puedo predecir.
¿Los nacionalismos son idealistas y los autonomismos son posibilistas?
No necesariamente. El nacionalismo, para conseguir sus fines y entre otros ser nación y hegemonizar culturalmente, creando instrumentos organizativos de gobierno y que los ciudadanos se sientan cómodos y lo consientan, también tiene que dar muchos pasos pragmáticos, posibilistas, alianzas. No se consiguen las cosas de la noche a la mañana. En ocasiones se exige el conflicto. No hay bondades y maldades. Hay posibilidades que tienen que ver con los contextos, con la conciencia, con la fuerza de cada momento. No tengo la piedra filosofal.
¿El nacionalismo sigue anclado en 'El atraso económico de Galicia' (1972)?
En lo que hace de gestión de los recursos públicos, en los ayuntamientos, es bastante pragmático y lo hace en conexión con sus gobernados de una forma bastante eficiente. Otra cosa es la doctrina. Hay una disociación entre la doctrina y la aplicación práctica. Algún día se adecuará más la doctrina a la práctica, o viceversa. No lo sé.
¿El modelo territorial actual en España tiene futuro?
De momento, sí. Hay unas tendencias recentralizadoras bastante fuertes, pero volver hacia atrás es muy costoso. Esto que se ha hecho en cuarenta años ha sido aparentemente improvisado pero con unos anclajes: ha creado intereses, dinámicas territoriales. incluso aquellos que puedan ser críticos con algunas situaciones verían difícil volver atrás. Tendría que haber un terremoto político, un cisma, una guerra, para retroceder. La situación es bastante estable, pero susceptible de crítica, de mejora, de reajustes. Hace 40 años lo que era Madrid, Cataluña o País Vasco eran una cosa y hoy son otra. El sistema autonómico es un trasatlántico que lleva un rumbo, puede hacer virajes. ¿Hundirlo? No lo veo a corto plazo.
¿Ese efecto recentralizador puede ser una réplica al 'procés'?
Alguna relación hay, claro. Los procesos se retroalimentan. La propia génesis del 'procés' ha estado vinculada a unos desencuentros que podrían ser revisables, criticables, explicables, con el Gobierno central, bastante en la etapa de Zapatero y luego con Rajoy, que llegó al culmen del 1-O. Se ha avanzado posiciones en una dirección y en otra hasta un lugar que hace muchos años sostengo que es una situación de empate. El problema de la confrontación del independentismo catalán y el nacionalismo español es que no son lo suficientemente fuertes ninguno de ellos para imponerse. Esto pasa desde la época de Cambó, no es de ahora. El 'procés' lo ha puesto al descubierto de manera más descarnada. Hay un sentimiento independentista bastante fuerte, pero eso no llega, aunque hay una desafección emotiva o psicológica, hay mucho catalán medio que se siente en desconexión con España, y eso España debe tomar nota. Y si el nacionalismo español quiere imponerse por la vía de la coerción, no podrá tampoco. No se le puede imponer a varios millones de catalanes manu militari que sean esto o lo otro. Así que va a haber que dialogar, pactar, llegar a acuerdos...
¿Indultar?
Supongo. Técnicamente es una solución que está propiciando el Gobierno que creo que está más pensada para lograr una cierta división del independentismo, por decirlo de forma suave.
Le voy a pedir recetas. ¿Lo de Cataluña tiene solución?
Tendrían que cambiar las dos partes del debate. Hay que empezar un poco de nuevo. Y eso pasa por reconocer los errores de las dos partes.
Habla de un sentimiento de desconexión de parte de Cataluña. ¿Puede existir otro sentimiento de hartazgo en el resto de España?
Hay gente a la que le apetecería dar un golpe en la mesa. Esto son cosas muy sentimentales y afectan a posiciones personales muy arraigadas. Pero tiene que imponerse la razón. Con actitudes de fuerza, o de hartazgo, o de repulsa, no vamos a ninguna parte. La convivencia española siempre ha sido difícil, plural. Aquí ha habido guerras, luchas contra los infieles, expulsión de los judíos, una guerra civil horrorosa hace no tanto tiempo. Estamos curados de espanto. Comprendo que haya gente que esté harta. Pero con eso no se arreglan las cosas.
¿La historia ha entrado en una fase de revisionismo perpetuo?
Un poco de eso hay, sí. Un revisionismo genérico. Hoy es más fácil debatir sobre el pasado que sobre el futuro. Eso lo ha cambiado el nivel de desarrollo tecnológico en el que nos encontramos. El futuro no es predecible, nos viene. No sabemos cómo, pero viene. No está al alcance de la mano, como pensaban los ilustrados, los enciclopedistas, los progresistas o los comunistas. Es inviable una solución de la revolución tomando el Palacio de Invierno, valga la metáfora, hay que hacer otras cosas. Esto cancela el futuro, porque no está en nuestra mano. Y por eso nos volvemos al pasado. Antes el pasado era más pacífico y el futuro más problemático, y le hemos dado la vuelta.
Hemos llegado al punto de que haya una historia al gusto de cada consumidor.
Porque somos una sociedad de individuos. No somos una sociedad de clases ni de corporaciones, sino en la que cada individuo es un cliente, cliente económico, político o lo que sea. Es lo que ocurre con la construcción de las noticias o la historia. «Yo estaba allí». Sí, vale. Pero su opinión es una más entre otras millones. Las ciencias sociales se dedican a conectar las opiniones diversas y darles una racionalidad. Eso es lo que está en jaque y en duda. Eso forma parte de un proceso no solo de historia sino de todas las ciencias sociales y de una manera de entender el mundo. Cada uno espera escuchar al político y ver el canal de televisión que le gusta y evitar lo que no le gusta... En cierto modo nos comportamos como dioses. Es un poco peligroso.
No me resisto a preguntarle. ¿Qué haría usted con Meirás?
No voy a hablar de eso porque estoy en la comisión técnica. Hay posiciones distintas. Yo he dicho públicamente que ahí hay un legado de Pardo Bazán que el franquismo no ha eliminado pero que ha resignificado el lugar. Ahora estamos en otra situación histórica y política. No me atrevo a pronosticar lo que va a salir. Pero no creo que deje contentos a todos.
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