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Juan Soto - El garabato del torreón

El padre de Cela

Quizá los colegas más veteranos recuerden su «Dodecálogo de deberes del periodista»

Camilo José Cela Trulock, que anda este año de centenario y sobre el que han de caer alabanzas y chuzos de punta a partes iguales, aquéllas por su obra y éstas por su vida y costumbres, Camilo José Cela, decíamos, siempre se tuvo, un poco o un mucho, por periodista, y jamás renegó de tal consideración ni abandonó el oficio. Quizá los colegas más veteranos recuerden su «Dodecálogo de deberes del periodista», que Cela enumeró, hace veinte y muchos años, para la Asociación de Diarios Españoles y cuyo IX mandamiento mantiene hoy plena vigencia: «El periodista no es el eje de nada sino el eco de todo».

La prehistoria del periodista Cela está en la revista Juventud, uno de los bastiones intelectuales del falangismo, pero la vocación es herencia paterna y asienta sus genes en Foz, en A Mariña luguesa. Camilo Cela Fernández, el padre del futuro Nobel, estuvo allí destinado como vista de Aduanas. Era, por lo visto, hombre un tanto arbitrario, que pasaba en un instante del hermetismo a la facundia y del estiramiento a la campechanía. En todo caso, no le faltaban en aquel destino de tercer orden ni tiempo libre ni sentido del humor. Y así fue cómo vino a acompañar al boticario Antón Villar Ponte y al maestro de escuela Antonio Noriega Varela en la idea de confeccionar, editar y repartir un periódico, ¡Guau! ¡Guau!, que contó sus salidas por ladridos. Anticaciquil, mordaz, cachondo y anarcoide, el papel tuvo vida muy corta, como era de esperar: de mayo a noviembre de 1906. Su incursión en la vida focense, aunque fugaz, tuvo alguna consecuencia para sus promotores y muy especialmente para Noriega, sobre quien tomó revancha Montero Villegas haciendo que lo desterrasen a Calvos de Randín. Villar Ponte hizo carrera periodística en cabeceras como La Voz de Galicia y El Sol, y el padre de Cela pasó de Foz a Almería y recorrió hacia arriba el escalafón de Hacienda.

Servidor no vio la colección completa del ¡ Guau! ¡ Guau! hasta que don Camilo no se la puso delante de los ojos en la casona de Padrón. Había llegado a sus manos como regalo de Iglesia Alvariño, el poeta de Abadín. Se ve que el autor de Cómaros verdes era hombre generoso.

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