Naufragio en Terranova
Hablan las voces del mar: «Hasta que empiezas a oler a pescado, no se gana dinero»
Poco se escucha a las voces del mar, y solo una tragedia como la del Villa de Pitanxo pone en el foco la dureza de ese trabajo. ABC ha juntado varias de ellas, de veteranos y de noveles. Las condiciones a bordo siguen siendo crudas
Los tiempos cambian, la seguridad de las embarcaciones mejora, pero pasan los años y las condiciones de los marineros siguen siendo complicadas. Las historias de ‘viejos lobos de mar ’, como la de Manuel Domínguez, un vecino de Marín (Pontevedra) de 89 años que pasó ... más de media vida a bordo, y las de jóvenes marineros, como su paisano Antonio Núñez, de 24 años, tienen sorprendentes puntos en común. Siete décadas transcurrieron entre el bautismo en alta mar de uno y de otro. Pero sus relatos, ofrecidos a ABC tras el naufragio del Villa de Pitanxo, perfectamente podrían ser los de un viaje compartido a los caladeros del Gran Sol: «Se pesca de día y de noche, sin turnos, sin horarios», rememora Manuel desde el muelle de esa población de la comarca de O Morrazo, epicentro informativo esta semana. «No hay descanso, no se empieza a ganar dinero hasta que uno huele a pescado », explica Toño a ABC, mientras toma un refresco en un bar de la localidad frecuentado por viejos y nuevos marineros.
Esa dureza la corrobora Gaspar -prefiere identificarse solo con su nombre de pila-, ya jubilado tras encadenar mareas e inviernos en Terranova durante dos décadas. «Estábamos hasta 30 horas sin dormir, descansábamos un par y vuelta a empezar». Compartía camarote con cinco compañeros, con la falta de intimidad que eso implica. Los barcos están hoy, para la generación de Toño, más preparados, son más confortables, pero, por ejemplo, disponer de un camarote propio, sigue siendo una quimera. «En el arrastrero solo el patrón y su segundo tienen camarote individual, y salvo excepciones apenas se relacionan con el resto», explica Gaspar. El resto comparte espacios, lo que «obliga a llevarte bien con los compañeros»; si no lo haces, es imposible aguantar los dos o tres meses de cada campaña. «Las vacaciones están claras; si has estado embarcado tres meses, otros tanto te corresponden». La vida familiar, en estas condiciones, se complica, y eso que ahora la soledad puede mitigarse con el avance de las comunicaciones. El naufragio del Villa de Pitanxo evidenció esta mejoría: los desaparecidos se habían comunicado con sus familias los días y horas previas a la tragedia.
También la seguridad de los pesqueros ha mejorado, lo mismo que la preparación teórica de los patrones, aunque sobre sus destrezas sobre el terreno algunos viejos marineros tienen más dudas. Gaspar asegura -y en esto está de acuerdo con José Costa, de 74 años, 40 de ellos embarcado- que « los patrones toman ahora más riesgos que entonces», quizá porque se sienten muy seguros con esas modernas embarcaciones, cuando «en cualquier momento puede llegar la tragedia», como se ha comprobado esta semana. «Ahora, los patrones se quieren comer la mar; antes había más precaución», ratifica de forma gráfica Costa mientras toma un vino blanco en un bar de Marín.
Pero siempre ha habido imprudencias. Manuel, el más veterano, relata un episodio de hace más de treinta años, en el que, según su versión, la obsesión de su patrón por apurar millas casi acaba en tragedia. «Me decía, ‘¡avante, avante!’», recuerda. Pero pudo convencerle para posponer la travesía: «Lo de menos es cuándo llegas; lo importante, es llegar », reflexiona, con una mirada y una piel ajada por la edad, pero sobre todo por décadas de faena a la intemperie y a merced de los caprichos del océano.
Gaspar, amable pero con un punto refunfuñón, añade otra razón que, en su opinión, explica lo que sucede con la nueva hornada de patrones: «Antes se llegaba a ese puesto por experiencia; ahora sacan el título estudiando . Y no es lo mismo, porque no conocen el oficio como los que les precedieron». Todos, viejos y nuevos marineros coinciden en algo: «Cuando hay pescado, los patrones se relajan. Si no hay, están nerviosos». Y Toño, el marinero novel del grupo, da también una palada a favor de los patrones: dice entender la presión que soportan.
Una profesión de riesgo
Manuel, Toño, José, Gaspar... si hay algo que les une es que tienen siempre muy presente el peligro que se corre en un oficio como el suyo; antes, desde luego, pero también ahora. Gaspar es el más duro al criticar las condiciones de trabajo, y denuncia que en sus tiempos lo de los riesgos laborales solo se tenía en cuenta el día de la inspección: «Una vez que el barco enfilaba la bocana, todo se olvidaba. Hasta los trajes para resistir el frío si caías al agua estaban bajo llave , así que imposible poder ponértelos en una emergencia, en la que reina el caos y el nerviosismo». Por supuesto, lo de protestar ni se les pasaba por la cabeza. La jerarquía en alta mar es inquebrantable.
Acostumbrarte a la vida de marinero no es fácil. Toño, el más joven de estos ‘lobos de mar’, aún no lo ha conseguido y eso que a sus 24 años lleva más de un lustro embarcándose. «La primera vez lo pasé muy mal, estuve mareado más de una semana, apenas podía comer, lo vomitaba todo... Está siempre ese olor a pescado, a gasóleo... las jornadas en el Gran Sol o Terranova pueden ser inacabables, descansas poco y mal, comes y cenas en un cuarto de hora y luego hay que volver a pescar. Tengo el estómago mal, y no soy al único que le pasa», repasa en una charla en la que sorprende su poso reflexivo, de profundidad y madurez, que contrastan con su juventud.
Los marineros se enrolan para ganarse la vida, pero lo que cobran no da para tirar cohetes . Nadie se hará rico acumulando mareas. El sueldo, claro, depende de las capturas: se va a porcentaje, «pero eso no quiere decir que porque hayas pescado mucho ganes más; depende de lo que se pague por la mercancía». Por eso, cuando no hay pesca el ambiente a bordo, sobre todo por parte de los patrones, se enrarece.
Las conversaciones en los bares de los puertos a propósito del accidente del Villa de Pitanxo conectan con las que estos días, en la resaca de lo sucedido, se producen en los puentes de las embarcaciones que siguen saliendo a la mar. Desde la costa francesa Marcos, un patrón de Malpica (La Coruña) de 39 años, se pone en los zapatos de los supervivientes. Sabe bien de lo que habla porque él mismo salió con vida de un naufragio en el que perdieron la vida la mitad de los tripulantes. «Y lo que toca cuando llegas a tierra es recomponerte e ir a hablar una a una con cada familia de los fallecidos, aunque no tengas respuestas, porque esto es una lotería ». En su caso, esta mala ruleta también le robó a su padre y a su hermano de un mismo golpe de mar. Tenía nueve años y aprendió que «al mar nunca le puedes dar la espalda, hay que mirarlo de frente».
En plena pesca de la sardina a bordo del Pasa Aquí, una embarcación con una docena de marineros, Marcos adelanta lo que pudo suceder. «Un naufragio así no ocurre solo por una causa; es un cúmulo de circunstancias negativas ante las que estás indefenso, que no de fallos humanos ni de despistes». Igual que sus compañeros en tierra, coincide en que los barcos que van ahora a Terranova están dotados de una tecnología que permite valorar los riesgos de otra manera. El trabajo es distinto. «En esas embarcaciones los partes meteorológicos salen cada hora, y las condiciones de aquel día no eran tan malas», sostiene. Este coruñés con dos décadas de experiencia arroja una afirmación que estremece: «Tuvieron entre dos minutos y cuatro, como mucho, para reaccionar. Lo único que puedes hacer es abandonar el barco lo más rápido posible». Según Marcos, los que tocaron el agua quedaron condenados porque la muerte por hipotermia en esas aguas es cuestión de minutos, y los que pudieron reaccionar tuvieron que «escalar una montaña», con el barco escorado, para llegar a los botes, «si es que llegas». No hay más. «Es el mar, un medio inestable en el que cuando pasa algo suele tener consecuencias gordas. No es como un coche que si muere igual es solo uno, aquí no. Es un milagro que se salvase alguien ».
«Hay que seguir adelante»
La tragedia del Villa de Pitanxo es la de todos los pesqueros con bandera gallega. La de cada municipio costero al que los fantasmas regresan con cada naufragio. «Es imposible no revivir lo que te pasó, la gente que se fue. Además esto te pilla por sorpresa porque estas cosas no suelen pasar . Estos barcos que van a Terranova o al Gran Sol son modernos y están muy preparados para esas condiciones. Hacía tiempo que no pasaba nada, así que toca estar unos días tristes, bajos de moral... jodidos. Pero toca resetear la mente y seguir para delante». Consciente de que el siniestro de Terranova marcará la historia marítima española, se reafirma en que «lo único claro es que los que están vivos son héroes, porque por mucho que luches las posibilidades de salir con vida de un naufragio así son muy pocas». Sin querer regresar a la mañana en la que el barco en el que faenaba en la costa gallega se hundió, recuerda los momentos posteriores al golpe de mar: «Nos quedamos agarrados a los flotadores, con medio cuerpo en el agua. Cuando saltó la balsa salvavidas y subimos a ella yo ya estaba bastante mal. Había tragado mucha agua y casi no tenía oxígeno en sangre», explica. Media hora antes la tripulación había visto morir a la primera víctima, de frío. «Eso lo tengo presente todos los días». Aunque fuera de casa, su mente está en el mismo lugar que la de los marineros de Marín que miran al mar. «Somos una familia».
Y si alguien puede sentar cátedra sobre todo esto, es el casi nonagenario Manuel, que dividió su vida en alta mar entre mercantes y pesqueros, faenando en caladeros de medio mundo. Y no solo por su experiencia en primera persona, sino por lo más trágico que le puede suceder a un padre: perdió a uno de sus cinco hijos, también marinero, en el hundimiento del barco Mar de Marín en 2014 en los alrededores de las islas Cíes. Sobrevivieron cinco tripulantes y se recuperaron los cadáveres de cuatro marineros. En cambio, el cuerpo de Manuel Domínguez, que comparte nombre y apellido con su padre, fue el único que los equipos de rescate fueron incapaces de encontrar. El casi nonagenario ‘lobo de mar’ no tiene duda de que el cadáver de su hijo «quedó dentro del barco». Este veterano se alegra de que sus nietos no sigan los pasos de su padre y su abuelo embarcándose durante meses en alta mar: « Es un trabajo terrible », reflexiona.
Presente y futuro
En los testimonios de muchos de estos veteranos contrasta ese deseo de que sus descendientes no se embarquen, con el velo de cierta añoranza que emanan sus relatos. Y es que una vida dedicada a la pesca en alta mar curte, marca la personalidad para toda la vida. José Costa es el más explícito en este sentido: «Se echa de menos, siempre queda el gusanillo ». Para matarlo, sale de vez en cuando con un amigo a pescar lubina. Eso sí, como pasatiempo y salidas de un día. Tras décadas en duros y pequeños camarotes compartidos, las noches, mejor en el confort del hogar y con la familia.
No todos comparten esa añoranza por una vida pasada, sacrificadísima, pero que a algunos enganchaba para siempre. Pepe, un viejo patrón amigo de José Costa, que se sienta junto a su mujer en un taburete ante la barra del mismo bar, no quiere saber nada del asunto. Niega con la cabeza cuando ABC le propone compartir mesa con José Costa para rememorar sus años embarcado: « Quedó muy quemado », justifica, comprensivo, su amigo.
Algo tiene el mar que les atrapa sin remedio. No hay más que acudir al muelle de cualquier pueblo gallego para encontrarse con viejos marineros desnortados en tierra firme. Que no hay día que no se acerquen a los pantalanes a respirar el salitre y quizá, también, a verse reflejados ellos mismos, décadas atrás, en los cuerpos de los pescadores que todavía hoy se brean con la mar. Unos jóvenes que los veteranos prefieren que no sean sus nietos. Unos pescadores que ahora, y cada día en mayor porcentaje, son gallegos de adopción nacidos en otras latitudes, emigrantes en busca de una vida mejor, como las víctimas del Villa de Pitanxo. Ellos son los ‘lobos de mar’ del futuro.
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