ABCCarlos, el falso culpable: las 34 horas de un español inocente en una prisión de Estados Unidos

Carlos, el falso culpableLas 34 horas de un español inocente en una prisión de Estados Unidos

Texto: Juan Fernández-Miranda.Ilustraciones: Julián de Velasco.Podcast: Diego Moreno y Andrea Carrasco.
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En septiembre de 2019 una decena de policías arrestan al estudiante Carlos Peña Cifuentes en su casa de la Universidad Loyola, en Nueva Orleans (Luisiana). Le detienen por un delito de abusos sexuales y le consideran sospechoso de dos violaciones. En ese momento empieza una carrera en dos tiempos por demostrar su inocencia. Durante varios meses un fantasma sobrevuela su mente: cadena perpetua en una cárcel norteamericana. Es inocente, pero lo tendrá que demostrar. ABC reconstruye su historia.

Cuatro de la tarde de un sábado cualquiera. Seis estudiantes españoles pasan la resaca en el salón de uno de ellos, en una vivienda en el campus de la Universidad de Loyola (Luisiana, Estados Unidos). Es la casa de Carlos, que está sentado de espaldas a la ventana principal: pantalón largo, camiseta y zapatillas. También lleva unos calcetines blancos.

Carlos se levanta y abre la puerta: No es un agente, sino diez, y no son los de seguridad del campus. Uno de ellos le inmoviliza y le pone las esposas. Carlos empieza a temblar y sus amigos no paran de preguntar qué sucede. Todo transcurre muy rápido, y Carlos no se resiste ni un segundo mientras le meten en el coche. Pide a los agentes que le dejen entrar en casa para coger el pasaporte. Negativo. Al menos, sus amigos le dan su cartera y también su móvil, que es requisado por la autoridad. En medio de la fría contundencia del procedimiento de detención de un sospechoso, los agentes tienen un detalle: piden a los amigos que apunten sus números en un papel por si el detenido quiere llamarles más tarde. Atemorizados, apuntan sus números españoles. Error.

Ella le lee sus derechos. Él insiste:

De modo automático ella le vuelve a leer sus derechos.

Ella le da entender que debería esperar a su abogado, y añade:

A Carlos le da un vuelco el corazón –«cárcel»-, pero el operativo continúa sin atender a emociones. La detective le pide la clave de desbloqueo del móvil. Él se la da. No tiene nada que ocultar, y desde el primer momento quiere que quede claro. Carlos se agarra a que en cualquier momento alguien vaya a deshacer el malentendido. Tiene que ser una equivocación y se va a resolver. El detenido pregunta a la detective si debe avisar a sus padres y ella le dice la verdad: «Esto va a ir para largo». La pesadilla acaba de empezar. En dos tiempos, o quizá tres.

El primer tiempo: 34 horas

La angustia empieza durante el traslado a comisaría. En el trayecto en coche Carlos tiene un momento para ordenar sus pensamientos. No sabe por qué está ahí, esposado, como un delincuente. Recuerda que, en los últimos días, en la universidad se ha comentado que anteriormente en el bar al que va con todos sus amigos ha habido dos denuncias por violación. Es un tema serio: en el campus hay postes para que quien se sienta intimidado pueda contactar rápidamente con Seguridad. Y en 2019 el mundo vive hipersensibilizado con la violencia contra la mujer. Poca broma. ¿Pero todo eso qué tiene que ver con él?

Ya en comisaría le llevan a una sala de espera, todo muy americano: le sientan en una mesa, esposado a una barra. «¿Qué coño está pasando?». Vuelve la detective y le da la primera pista: una chica le ha acusado de «manosearla de manera indebida». Carlos empieza a darle vueltas, pero nada encaja. La noche anterior salió con sus amigos a los bares del campus, y la anterior también, pero no pasó nada especial. Su novia está en Madrid, y a pesar de que el ambiente universitario en Loyola es mucho más abierto que en Madrid, no se ha liado con nadie. Es un chico extrovertido y por las noches habla con muchas chicas, y también baila con ellas, pero siempre en un ambiente de diversión con sus amigos, y con sus amigas. La comunidad española en la universidad está formada por más de treinta personas y hay buen rollo entre ellos.

«¿Qué coño está pasando?». Vuelve la detective y le da la primera pista: una chica le ha acusado de «manosearla de manera indebida»

Más burocracia. Lo primero, la foto, como los delincuentes que Carlos sólo ha visto en los telediarios. Flashazo de frente y de perfil, pálido, despeinado y con cara de susto. La típica estampa de un preso. La novedad es que el reo es él: alto, con el pelo rizado y habla español, tres características que coinciden con la descripción del presunto violador. También de muchas otras personas, pero quien está camino de prisión es él. ¿Por qué?

Le requisan la cartera, los cordones de los zapatos y una medalla de la Virgen de Covadonga que siempre lleva colgada al cuello en recuerdo de su madre y de su abuelo. Es su amuleto. Y le envían a la sala de espera junto a más de cincuenta personas. Carlos mide 1,86, es un chico alto. Pero en ese momento, al lado de todas esas personas, se siente el tipo más pequeño del universo. Tiene mucho miedo. Los demás presos actúan con naturalidad, pero él no, y eso le genera angustia. No sabe cómo actuar. Busca un sitio donde sentarse, obsesionado con no incomodar a nadie: un movimiento en falso se le pueda volver en contra, lo ha visto en las películas.

Es el momento de hacer su llamada. Observa que en esa sala de espera hay muchos postes con teléfonos, pero descubre que los números de sus colegas son los españoles, y desde allí no puede llamar a móviles españoles. Hay que buscarse la vida. Una administrativa ha detectado el temor en sus ojos y, tras aguantar la insistencia del preso con paciencia franciscana, accede a buscar un número en su teléfono requisado. «Busca ‘Eduardo americano’», le ruega Carlos.

El camino a la trena empieza con un test: ¿Tienes sida? ¿Tienes tatuajes? ¿Cuál es tu sexualidad? ¿Tienes miedo de perder la vida en la cárcel?

La espera se hace larga. Durante dos o tres horas Carlos observa un vídeo en bucle que advierte de los abusos en la cárcel. «La violación no es parte de tu condena, tienes que denunciarlo a los guardas». Violación. Paradojas de la situación: a él, que al parecer está acusado de abusar de una chica, le advierten del riesgo de violación en prisión. Pero Carlos está tan convencido de su inocencia que sólo piensa en que alguien aparezca diciendo que se trata de un error. Sin embargo, la esperanza se desvanece a la misma velocidad que va asumiendo su inminente destino en una cárcel del estado.

Al fin, la funcionaria piadosa le da el número de Eduardo, su amigo. Carlos busca la cabina más oculta, donde nadie le vea. Y llama.

Los amigos se van turnando. Hablan durante horas, le distraen, pero las sonrisas que le consiguen arrancar no sepultan el temor, ni remotamente. El camino a la trena empieza con un test: ¿Tienes sida? ¿Tienes tatuajes? ¿Cuál es tu sexualidad? ¿Tienes miedo de perder la vida en la cárcel? A esto último él responde que sí, pero no porque alguien le quiera matar, sino porque no sabe cómo actuar. Le llevan a una sala con otros cinco o seis tíos. Les dicen que se quite la ropa, excepto los calzoncillos. A Carlos le permiten quedarse con los calcetines porque son blancos. Ha habido suerte, porque hace un frío que pela. Le dan el uniforme: un mono naranja y unas sandalias de plástico también naranja. Como un preso. Es un preso. Como en las películas, como Sean Penn, como Prison Break. Pero esto es la vida real. Afortunadamente, su juventud le permite no saber quiénes son Joaquín José Martínez, Pablo Ibar o María José Carrascosa. Bendita ignorancia.

Coge una esterilla gruesa -de las que suena si te mueves- una bolsa con una manta y un rollo de papel. Empieza un peregrinaje por la cárcel. Un guarda le lleva esposado de manos hasta el módulo. Hay mesas redondas fijas de metal con sillas incorporadas. De nuevo las películas. Y, alrededor, las celdas, en dos plantas asomadas a ese patio central. Carlos tiene mucho miedo: «Por favor, que me toque una celda vacía».

El camastro está ocupado por un tipo negro enorme roncando a lo bestia. Carlos entra en la celda. Le sueltan las esposas. La estancia es estrecha, oscura, fría. Carlos observa de pie mientras escucha cómo la puerta se cierra a su espalda: hay dos camas que salen de la pared, un retrete y un espejo, todo de metal. No hay ventanas, sólo una rejilla en la puerta. Una tenue luz procedente del módulo entra por el ventanuco, lo justo para ver. Silencio total en la cárcel, salvo el acompasado rugido de su compañero de celda. Despertarle no se le pasa por la cabeza.

Carlos coloca la esterilla, se sube lentamente a la litera con las chanclas puestas. Sólo la pared le da seguridad. Coge la manta, porque hace mucho frío. Los calcetines son una bendición. El techo está a menos de medio metro, y la esterilla cruje a cada movimiento. Carlos no puede olvidar el vídeo en bucle alertando de las violaciones en prisión. Conviene no moverse. Se siente muy pequeño, y se concentra: «No te viola ni de coña. Si ves una mano, la agarras y te pones a gritar como un loco. Haz lo que sea, pero no te viola ni de coña». Sabe que no va a dormir en toda la noche, y tiene muy claro que si pasa cualquier cosa se va a volver loco. Pero los ronquidos de la persona que supone la amenaza más real de su vida le ofrecen, a su vez, la seguridad para poder dormir: le permite saber que sigue en su cama. Cuando hay un silencio más largo de lo habitual, Carlos abre los ojos. De nuevo la paradoja: él, acusado de un delito de cariz sexual, está atemorizado ante la posibilidad de una agresión. En su retina se sigue reproduciendo el vídeo de la sala de espera. Pero consigue dormir unas horas, con los puños prietos y el corazón enjuto.

Pasan las horas. Llega el amanecer. Las bisagras de la puerta al abrir interrumpen la duermevela. Su primer pensamiento es optimista: «Esto se ha acabado». Pero no: le ponen un cinturón con argollas, a las que se enganchan las esposas de las manos y las esposas de los pies. Duele porque es duro y aprieta, y al andar roza los tobillos. Casi no se puede mover. Le trasladan a una sala de espera junto a otros diez hombres. Carlos los observa, con indisimulado temor: uno está absolutamente relajado, roncando; otro está drogado; y otro de charleta con los guardas. Que si yo no he hecho nada, que si soy inocente. Para ellos parece un trámite más, pero no para Carlos. No hay dolor como mi dolor. Y le suben al furgón, oscuro, sin ventanas. Cuando al fin ve la luz del sol ya está en la parte trasera del juzgado.

La vista es conjunta para la decena de presos. Se sientan en dos bancos de madera en línea frente a la juez. A Carlos le recuerda a una misa, pero esto no es una ceremonia religiosa. Se hace cargo de él una abogada de oficio, muy simpática, pero lleva el caso con alfileres.

El código de la cárcel no perdona los delitos sexuales. Por eso no se leen en presencia de otros acusados con los que, tal vez, habrá que compartir patio un rato después. Pero no deja de ser una forma de señalar al acusado. «No soy un puto violador», se repite Carlos a sí mismo, un pensamiento que sólo se interrumpe por la entrada del público en la sala de vistas. De repente, como una anunciación, el estudiante de 21 años superado por una realidad confusa se reencuentra con sus amigos. Sus cinco amigos. Los mismos con los que está compartiendo un cuatrimestre en Nueva Orelans. Sólo han venido los chicos, quizá porque es lo adecuado. Les acompaña un profesor de Icade. Carlos está a punto de derrumbarse, de ponerse a llorar desconsoladamente. Rabia, incertidumbre, ansiedad. Pero no quiere ser el puto llorón de la cárcel. «Aprietas la mandíbula y aguantas como puedes». Orgullo y supervivencia. Él sabe que el miedo está supurando y los lobos saben olerlo. Allí están sus cinco amigos. Ellos vestidos de calle, como siempre; él, con el mono naranja y esposado, como nunca. Están a 20 metros que a Carlos se le antojan un mundo entero. Está deseando gritarles: «sacadme de aquí, como sea, no aguanto más. Estamos a 20 metros. Y nos vamos a casa. No quiero estar aquí más». Pero no. Carlos no está dispuesto a montar un numerito. Y aguanta.

El camastro está ocupado por un tipo negro enorme roncando a lo bestia. Carlos entra en la celda. Le sueltan las esposas. La estancia es estrecha, oscura, fría.

Empieza la vista. Se leen los cargos, los de los demás: intento de asesinato, posesión ilegal de armas, tráfico de drogas. También se lee el historial, con ristras de delitos en los últimos años: 2014, 2015, 2016... Carlos es una excepción, por dos motivos: no tiene antecedentes y está acusado de un delito sexual. Él es un niño bien de Madrid y allí es una rara avis.

Cuando la juez escucha la acusación a Carlos -se lo dice la abogada por lo bajini- afirma que no le pone fianza hasta que no tenga pasaporte. Carlos se cabrea, porque cuando le arrestó la policía se lo pidió expresamente. ¿Y ahora qué? Vuelta a prisión. Directamente a la celda, con una salvedad algo humillante: «Todos contra la pared. Cuando te toque el hombro te bajas el calzoncillo, te pones en cuclillas y toses». Precauciones justificadas, pero un abismo para Carlos. «¿Qué hago yo aquí?».

Es media mañana del domingo. De camino a su celda, observa la vida en la cárcel. Es de día y en el módulo hay luz. Los presos hacen su vida. La gente no está tan asustada como él, salta a la vista. Él es un chico de Madrid, absolutamente ajeno a toda forma de delincuencia. También hay una cuestión racial que le impide pasar desapercibido: la inmensa mayoría son negros e hispanos. Sólo hay un blanco que a Carlos le da mucho miedo. Su celda está vacía y, además, la puerta se cierra automática y providencialmente. Él, que hace un rato estaba deseando fundirse con sus cinco amigos, celebra ahora estar, al fin, solo y seguro: Momento para dormir tranquilo.

Hora de comer. El chirrido de la puerta le arranca del sueño. Los presos van hablando tranquilamente camino del comedor. Carlos se pone a la cola. Está temblando, con la bandeja en sus manos pensando qué hacer: «Cuando coja la comida, a ver en qué puta mesa me siento. ¿Y si alguno me vacila?». La cola avanza. Carlos tiene la certeza de que al mínimo conflicto se va a derrumbar. Llega al camarero:

Deja la bandeja y se vuelve a su celda. Litera de arriba. Pared fría. Sin comer. Sin beber. Acojonado. Inmóvil. Y por primera vez empieza a pensar: «El caso seguro que ha llegado a Icade. Mi vida se ha acabado». Él cree que las cosas se aclararán, pero la situación le supera y a sus 21 años no alcanza a comprender las consecuencias que tendrá sobre su vida. Aún no tiene suficiente perspectiva vital para valorar la situación y el abismo se impone en su mente. «Si sales de esta te vas a África y no vuelves a ver a nadie. Te haces cazador y te olvidas de todo esto», se dice a sí mismo, buscando refugio en la actividad que más le gusta practicar junto a su padre. «Pero, ¿por qué cojones estoy aquí? ¿Que una tía ha dicho que la he manoseado?».

Carlos intenta hacer memoria: la única mujer con la que habló la noche del viernes que no fuera de sus amigas fue una chica con la que había estado hablando y divirtiéndose amigablemente. Fue en el Boot, el bar al que van todos cada noche después de iniciar la noche bebiendo algunas copas en alguna de las casas. Incluso ella le había dado el número de teléfono. Después de bailar juntos Carlos se la había presentado a un amigo español que estaba de visita; él no quería ir más allá, pero su amigo no tenía novia. Carlos percibió que ella estaba incluso dispuesta a irse con los dos, y ese fue el momento en el que cometió un error que probablemente le enseñará una lección. «¿Ves como son todas iguales?», le dijo en español a su amigo. Ella le entendió y se enfadó, con toda la razón. Irrespetuoso y machista. Error. Pero de ahí a violador hay un universo entero. Carlos le da vueltas a todo esto mientras está tumbado en su esterilla vestido con su mono naranja y con sus calcetines blancos en una litera de una celda de la cárcel de Orleans Parish Prison. Piensa que si ella fuera consciente de la tormenta que ha desatado sobre él daría marcha atrás.

La soledad es propicia para los fantasmas personales, más aún en la cárcel, lejos de tu país y a los 21 años. Y Carlos empieza a darle vueltas y a perder el control de sus recuerdos: «¿Y si estaba borracho? Había bebido, sí, pero yo no soy así. ¿Y si no me acuerdo de algo? No puede ser». Las dudas van ganando terreno y la memoria se repliega ante el miedo. «No puede ser».

De nuevo al juzgado. Carlos se sienta solo en el banquillo. Enseguida se le acerca un chaval mulato con ganas de conversación.

Carlos da gracias a Dios por haber visto «La casa de papel», la serie española más celebrada en el mundo y de la que disfrutó a pesar de sus reticencias iniciales. Su nuevo amigo le cuenta que le han pillado con droga y un arma, pero que está contento porque hace un año y medio que no le detienen. Carlos descubre que esa es la vida de muchos de sus colegas del mono naranja: personas que se pasan la vida entrando y saliendo de prisión. Al otro lado hay otras dos personas, uno blanco y otro mulato, también con ganas de hablar. Uno formula la pregunta de rigor:

Carlos agradece la conversación. Hay vínculo generacional. Uno le dice que ha discutido con su mujer y el otro le cuenta que cuando salga de prisión va a llevar las sábanas a lavar y a meterlas en la secadora para dormir caliente. El frío de la cárcel. Son momentos dramáticamente agradables. Sin embargo, unos minutos después Carlos descubre de qué se acusa a uno de sus amigos: intento de estrangulamiento a su mujer. Nuevo baño de realidad, pero él acaba de aprender que conviene no juzgar de primeras. Al vídeo en bucle de la violación se suman ahora los delitos de sus compañeros: armas, drogas, violencia de género…

En esta segunda vista Carlos tiene abogado. Él no lo sabe, pero lo ha contratado su padre, que sí conoce los casos de Carrascosa, Martínez e Ibar y se ha informado de la peor hipótesis: 60 años entre rejas.

Vuelve a entrar el público: esta vez llegan también las amigas. El gran respaldo social contrasta con la sensación humillante de verse a sí mismo en la mirada de las chicas: un preso con el mono naranja. Como en las pelis.

Otra novedad: en esta segunda vista Carlos tiene abogado. Él no lo sabe, pero lo ha contratado su padre, que está dispuesto a todo por sacar a su hijo no ya de la cárcel, sino de Estados Unidos. Él sí conoce los casos de Carrascosa, Martínez e Ibar y se ha informado de la peor hipótesis: 60 años entre rejas, 10 por el abuso y 25 por cada violación; incluso existe la posibilidad de una pena de cadena perpetua. Carlos ve al abogado como un aliado, su primer aliado, y necesita hablar con él, pero el letrado es cortante cuando el chico busca su apoyo:

El abogado no es amable porque hace su trabajo. La juez impone una fianza de 3.500 dólares, pero advierte de que no devolverá el pasaporte hasta que no se revuelva el contencioso. En el mejor de los casos serán meses atrapado en Estados Unidos, por lo que Carlos vuelve a recordar la frase que le espetó la detective - «esto va para largo»- pero en ese momento sólo le importa salir de la cárcel. Sin embargo, la realidad es más cruda: hasta que se gestione la fianza va a volver a prisión. De nuevo los fantasmas, que ahora se manifiestan en forma de pavor a la hora de la ducha. Carlos tiene claro que no quiere pasar por ese trance. De nuevo las películas: American History X, Edward Norton, el sumidero.

Saliendo del juzgado, en la fila para subir al furgón, otro preso le dirige la palabra, y menciona su universidad:

Se trata de una intromisión en la intimidad que no contribuye al sosiego. ¿Qué quiere este tío? ¿De verdad lo sabe? De nuevo en la celda, Carlos se tumba en su cama preso de sus obsesiones. Una y otra vez, durante varias horas: «Que me saquen de aquí, no aguanto más, que me saquen de aquí, no aguanto más». Hasta que se abre la posibilidad de llamar por teléfono. Sale de su celda y telefonea a sus amigos, pero esta vez nadie responde. ¿Cómo puede ser? Soledad. Necesita saber si alguien ha pagado la fianza, si va a salir de la cárcel ese día. Desánimo. De vuelta a la celda, cruza el patio y observa que el resto de presos están viendo un partido de fútbol americano: hay que fijarse para diferenciar el ambiente del de un bar. Por un momento, piensa en socializar, pero lo descarta ante la certeza de no entender ese deporte y el temor de que alguien le vacile: ¿Y tú que miras? Mejor en la celda, aunque sea con la puerta abierta.

Toque de corneta, todos a la cama. El compañero de los ronquidos vuelve a la celda y se pone a mear. Es una catarata sobre el váter de metal. Lleva el mono medio abierto y en su pecho asoma el tatuaje de un corazón. Carlos calcula que tiene 50 años y pesa 200 kilos. Desde su litera observa que su compañero sigue atendiendo a la tele a través del ventanuco. Se rompe el silencio:

Carlos miente porque no es un violador y no le corresponde en la pregunta por miedo a que le pueda molestar. Su compañero le explica que está esperando a que le lleven a otra prisión mejor, con patio al aire libre y actividades. Una cárcel compatible con la vida durante los cinco años a los que ha sido condenado. Y se presenta:

Lejos del prejuicio que Carlos se ha formado en su mente, Junior es agradable, incluso simpático. El miedo a lo desconocido le ha cegado ante quien se revela como un buen compañero de celda. Un rato después, ya a medianoche, se vuelve a abrir la puerta. Un funcionario pronuncia la frase más deseada: «Carlos, te vas». Y Carlos se levanta, coge el colchón y le entrega a Junior el papel higiénico y el resto de enseres higiénicos. Junior se lo agradece y le pide un favor:

Dicho y hecho. Carlos se va, y se los entrega como símbolo de gratitud. Tal vez no fue casual que la autoridad penitenciaria le enviara a la celda de Junior.

Carlos abandona la celda. Atraviesa un pasillo y en una garita con un cajón hermético, como los de las gasolineras cuando vas de madrugada, le entregan sus pertenencias plastificadas: la cartera, los cordones y la medalla de la Santina. El móvil sigue en poder de la autoridad competente. En la puerta están sus cinco amigos, sus amigas y el novio de una de sus hermanas mayores. Entre todos han puesto el dinero para juntar la fianza, a la espera de que los padres de Carlos aterricen en Luisiana. Se funden en un abrazo y Carlos rompe a llorar. Demasiada tensión en los dos últimos días. 34 horas en las que no ha comido nada, no ha bebido nada, y no ha hecho pis. 34 horas de miedo absoluto. Sólo respirar.

Carlos está en libertad bajo fianza, pero se le investiga por un delito grave. La juez le ha retirado el pasaporte y no puede salir de Estados Unidos. Además, en la universidad han tomado la decisión de suspenderle de modo interino, hasta que resuelva el asunto. Aunque él se sabe inocente, en ese momento es presunto culpable. La pesadilla acaba de empezar. El segundo tiempo no se resolverá en 34 horas, será cuestión de meses.

Los amigos le advierten: has salido en las noticias

La piedra filosofal es un buen rollo generacional. Y a los 21 años el respaldo de los amigos puede significarlo todo.

El segundo tiempo: 150 días

Nada más salir de prisión, Carlos llama a su padre.

Ambos rompen a llorar.

Carlos duerme 11 horas. A la mañana siguiente se levanta y se da cuenta que no ha sido una pesadilla. Que no se ha acabado. Piensa que le están intentando colgar dos violaciones... «Todos tenemos pesadillas, ¿pero que te vaya a pasar esto? Es el peor delito posible, tengo hermanas, tengo madre...».

Superadas las 34 horas en prisión, el segundo tiempo de esta batalla sobrevenida es el procedimiento judicial.

Superadas las 34 horas en prisión, el segundo tiempo de esta batalla sobrevenida es el procedimiento judicial. El juzgado tiene un plazo de 150 días para decidir si desestima el caso o le acusa formalmente. Cinco meses que sitúan a Carlos en un limbo legal, pues su visa en Estados Unidos es sólo para un cuatrimestre y la universidad le ha suspendido de modo interino.

Tras el periplo por Hogwarts, Carlos se pone manos a la obra. Lo primero es reunirse con su abogado. Dan una vuelta en coche. El letrado le pide disculpas por el trato de su primer encuentro, pero la situación lo requería. Carlos es sospechoso de las dos violaciones, porque su perfil coincide con la descripción y una chica le acusa de abusos. Ella ha llegado a decir que esa noche en el Boot Carlos la había manoseado, incluso le había introducido un dedo en la vagina y en el ano, y que ella al defenderse le había golpeado en el cuello.

Tiene claro que todo eso no pasó: primero porque no lo hizo, segundo porque jamás lo haría, y tercero porque estaban allí todos sus amigos y nadie recuerda nada parecido. El abogado le informa de los plazos y le dice que hay que nutrirse de las pruebas que ratifiquen su versión. Manos a la obra.

Durante el primer mes, casi no sale a la calle. Cuando lo hace, siempre oculto tras una gorra, descubre el rechazo social a través de la mirada incriminatoria de quienes le reconocen. Su imagen ha salido en los periódicos y en las televisiones. Aquella foto nada más llegar a la cárcel, pálido, despeinado, asustado. El juicio paralelo, la pena de telediario: un camarero se niega a servirle una cerveza el día que su padre invita a todos los amigos a cenar como gesto de agradecimiento por su apoyo ; un taxista le saca el tema y le pregunta si cree que el chaval al que acusan es culpable; una dependienta de hotel se solidariza con su madre, pero no con él, por el sufrimiento que le está causando su hijo. No le ven a él, ven a un violador, y eso no es fácil de digerir. Carlos teme no poder controlarse el día en que alguien se le espete a la cara: «violador».

Las semanas transcurren y su moral se va minando, hasta el punto que un día llama a su abogado y le pide una nueva cita. El letrado cree que su cliente le va a informar de un detalle oculto, pero no: Carlos se ratifica en el mismo relato, pero ya se lo cuestiona todo. Ha perdido toda seguridad en sí mismo. ¿Y si estaba más borracho de lo que pienso y no recuerda algo?. «Lo que te he contado es 99 por ciento seguro, pero me da un miedo tremendo verme en el vídeo y estar cayéndome por los suelos. Me lo cuestiono todo, mi cerebro me la está jugando». El abogado le tranquiliza: en la mayoría de los casos los hechos coinciden con los recuerdos.

Carlos hace acopio de pruebas que demuestren dónde estaba los días en que fueron denunciadas las violaciones. Afortunadamente, su sentido del humor es objetivo fácil para las cámaras. Cuando empieza a hacer el tonto, los amigos desenfundan rápido los móviles. Gracias a esas inocentes grabaciones es fácil reconstruir los hechos. Una de las dos noches sí que fue a la discoteca: «Gracias a Dios yo estaba gracioso esa noche y a todo el mundo le dio por grabarme». En la segunda noche estuvo en casa. En ambos casos, hay pruebas que demuestran que no es el violador del que habla la prensa.

Descartados los días de las dos violaciones, la clave de la investigación pasa por el lugar de los hechos. Según la declaración de la chica, todo sucedió en el interior del Boot, y afortunadamente el bar tiene cámaras de seguridad. Cuando el abogado de Carlos se las pide, el gerente le dice que no se las puede dar, pero sí a la policía. Aún así, les dice que él las ha visto y que no hay nada:

Un rayo de esperanza para Carlos que se ve solapado por un nuevo intento de retirarle el visado, dado que formalmente no es un estudiante universitario: de madrugada, la pesadilla vuelve a hacerse realidad. A las seis de la mañana, la Policía acude a su casa en el campus con orden de detenerle. La suspensión de la universidad pone su visa en peligro y le convierte en objetivo de la policía de inmigración porque puede tratarse de un ilegal. La escena es similar, con el agravante de que es su madre quien grita en pijama a los policías que no se lleven a su hijo. Pero Carlos ya tiene experiencia, se pone unos calcetines y una camiseta blanca y se dispone a volver a prisión frustrado por una situación administrativa que le convierte en un ilegal a la fuerza. No puede irse del país, pero tampoco puede quedarse, y no puede ir a la universidad hasta que no se aclare su situación. Presunto culpable. Falso culpable.

Después de 34 horas en prisión y los 150 días de instrucción judicial, toca disputar el tercer tiempo: la gestión de esta crisis sobrevenida y su efecto en el resto de su existencia.

Para Carlos Peña y su abogado, el momento clave es cuando visionan juntos por primera vez las imágenes de la noche de autos. Son frames sin sonido, en blanco y negro, pero de suficiente calidad para percibir bien los detalles: el bar no está muy lleno y la cámara está encima de donde ellos bailan. Es un plano contrapicado muy elocuente: se ve a Carlos llamando la atención de la chica. Primero baila para hacerla reír, luego más pegados, pero no van más allá. Se le ve a él sacar el móvil y apuntar el número que ella le dicta. El relato tal y como Carlos se lo contó a sus abogados. Pero hay más. Otra cámara capta un segundo encuentro entre ambos, esta vez en presencia de su amigo: es ella la que se acerca y quien reclama su atención. Le toca y le abraza cariñosamente. Ahí es cuando Carlos mete la pata, ella se enfada y se va. Punto y final.

«Gracias a Dios: no soy el tío que están diciendo que soy, no he hecho lo que dicen que he hecho», exclama Carlos en presencia de sus abogados. Es la prueba que necesita. Las imágenes confirman punto por punto su relato y desmienten todo lo afirmado por ella. El letrado es concluyente:

Finalmente, el 24 de enero de 2020, cuando el plazo de 150 días está cerca de vencer, el juzgado desestima el caso. Las pruebas son contundentes y ni siquiera se abre juicio. Queda probado que la chica mintió. La pesadilla se ha acabado: Carlos es inocente, incluso podrá entrar en Estados Unidos en el futuro. Del procedimiento abierto por la universidad Carlos nunca tendrá noticias, porque es una investigación privada y porque tiene decidido que jamás volverá a pisar sus aulas. El procedimiento dormirá el sueño de los injustos.

El tercer tiempo

Superadas las 34 horas en prisión y los 150 días de instrucción judicial, toca disputar el tercer tiempo: la gestión de esta crisis sobrevenida y su efecto en el resto de su existencia. El futuro. Carlos no tarda en recuperar su vida en Madrid. A diferencia de la universidad Loyola, Icade ha respetado su presunción de inocencia. Las cosas vuelven a ser como eran: su familia, su novia, sus amigos y su vida universitaria. Pero las heridas son profundas y tardarán en cicatrizar. Él es hijo de su tiempo: la generación del «mee too». Como sus amigos, y como sus amigas, tiene muy presentes las reivindicaciones feministas, y es firme en la condena de toda posibilidad de trato discriminatorio hacia la mujer. No es un tema que le sea indiferente, entre otras cosas porque es la sociedad la que establece el marco mental. El problema es que él no ha sido.

«Me parece perfecto que la ley dote de los medios a la mujer que está siendo maltratada. Pero ¿y si él acusado es inocente? A mí me metieron en la cárcel y me expulsaron de la universidad, y mucha gente me juzgó. Me acabaron quitando la visa y estuve a punto de irme a una cárcel de inmigrantes. No habría pensado que me iba a pasar algo parecido ni en un millón de años. No voy a sacar a bailar nunca más a una chica que no sea mi amiga en una discoteca, y jamás me voy a subir a un ascensor sólo con una mujer. Y lo que más me preocupa: sin ver el vídeo o sin conocerme, habrá quien seguirá albergando una duda, por pequeña que sea. Y eso no puede ser. Que me vaya a perseguir toda la vida algo que no he hecho me reconcome por dentro. Por eso quiero que se sepa la verdad».