Las catástrofes muestran las costuras del Estado
La gestión de los incendios, como ocurrió con la dana, sirve como arma arrojadiza entre administraciones
El Gobierno desfila por el Senado sin rendir cuentas por los incendios
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Iniciar sesiónLa historia se repite. Una nueva catástrofe sacude a España. Los incendios avanzaron sin control durante más de dos semanas, calcinando algo más de 360.000 hectáreas que, ahora, dejan tras de sí un manto de hollín que no solo ennegrece el paisaje, sino también ... las vidas de miles de ciudadanos que han perdido sus casa, sus trabajos y, en cuatro trágicos casos, vidas humanas.
Vecinos que aún tiemblan al recordar las llamas; familias que contemplan en ruinas lo que un día llamaron hogar y ahora queda reducido a la nada. Algunos confiesan que no logran desprenderse del miedo; otros se sienten incapaces de imaginar un futuro allí donde antes tenían sueños, certezas y esperanza. Ahora miran hacia las autoridades, esperando que sean ellas quienes pongan solución a la desgracia, porque, como apunta la analista política Cristina Monge: «Cuando te duele algo vas al médico, no vas al vecino; pues en este caso es igual: ante estas situaciones, el pueblo necesita a su Estado».
Tras diecinueve días y 121 incendios, el Gobierno aprobó el pasado martes, durante el primer Consejo de Ministros celebrado tras el parón estival, la concesión de ayudas a los afectados y la declaración de zona catastrófica en 37 municipios. El catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid, Fernando Vallespín, lo resumió con claridad: «El pueblo por sí mismo no puede solucionar este tipo de problemas, necesita un sistema que lo respalde».
Sin embargo, frente a esa necesidad urgente, lo que se observa es casi una obra de teatro: Estado y oposición enfrascados en una guerra de gestos y reproches y echándose la culpa sobre la gestión. Pasó con la dana en Valencia y está ocurriendo con los incendios. El Gobierno, a través de todos sus ministros, ha repetido de forma constante que las responsabilidad es exclusivamente de las comunidades autónomas; mientras los autoridades regionales, todas del PP salvo Asturias, han pedido más recursos al Estado, pero sin renunciar a tener el control de la gestión de la crisis.
Una actitud que «solo daña la confianza y no aporta soluciones a los verdaderos problemas», según Vallespín. «Sólo la indignación hace que muevan el culo», añade contundente. Un enfado que se incrementa por la sensación de abandono de los políticos nacionales. Los ciudadanos, convertidos en simples espectadores, observan perplejos cómo sus responsables se enzarzan en reproches mientras ellos, en soledad, luchaban por sobrevivir.
Sensación repetida
Unas sensaciones que viven zamoranos, leoneses, gallegos o extremeños las vivieron los valencianos hace casi un año, en Paiporta, donde la situación explotó. El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, huyó de la localidad entre abucheos, bolas de barro y piedras lanzadas por víctimas que reclaman algo más que palabras. Una escena inédita en la política reciente. En contraste, los Reyes decidieron quedarse. Escucharon, soportaron la tensión y trataron de dar voz a quienes lo habían perdido todo por una tragedia que ha dejado 224 muertos y tres desaparecidos. Una actitud muy distinta a la de otros dirigentes, más preocupados por repartirse culpas que por ofrecer soluciones.
La ya célebre frase de Sánchez -«si necesitan ayuda, que la pidan»- se ha convertido en símbolo de un Estado que, según el director del grado en Filosofía, Política y Derecho de la Universidad CEU San Pablo, Gonzalo Figar de Lacalle, «llega tarde y mal» y termina por avivar aún más la rabia de los afectados. Como explica el profesor de Ciencia Política de la Universidad Carlos III de Madrid, Pablo Simón, es difícil pedir más eficacia a un sistema «diseñado para 39 millones de personas y que ahora debe responder a 49 millones». Esa desproporción explica por qué las respuestas institucionales no terminan de encajar ni con las expectativas ni con lo que los ciudadanos sienten que se merecen.
El diagnóstico lo completa Figar de Lacalle: la ciudadanía se ve obligada a «sacarse las castañas del fuego». Y de esa carencia estatal brotan las olas de solidaridad que definen a la sociedad española. Se vio tras los atentados del 11-M de 2004, cuando cientos de madrileños acudieron al epicentro de la tragedia para ofrecer ayuda. Se repitió durante la pandemia del Covid-19, con proyectos ciudadanos para fabricar mascarillas, mamparas o redes vecinales que llevaban comida y medicinas a los más vulnerables. Y volvió a ocurrir con la dana, cuando miles de jóvenes cambian los libros por buzos, botas y guantes para ayudar en lo que haga falta.
Estos gestos, a menudo vinculados al «eslogan populista», como lo denominan algunos politólogos, «el pueblo salva al pueblo», no deben interpretarse como un signo negativo. Al contrario, demuestran un profundo compromiso social. Pero, como recuerda Figar de Lacalle, deberían ser «complementarios y paralelos» a la respuesta oficial, no sustitutos de ella.
En este contexto, la politóloga Cristina Monge señala que uno de los «principales beneficiados» de la tragedia de la dana fue Vox, al aprovechar «la crispación política que erosiona la democracia», pues este tipo de discursos representan «la máxima expresión de la antipolítica». Conviene recordar que esta misma formación votó en contra de la ley de bomberos forestales en Castilla y León, a pesar de ser la primera en presentarse como defensora de quienes se movilizan en primera línea ante catástrofes naturales.
Porque el Estado, insiste este profesor, «ha vendido la idea de que podía hacerlo todo y hemos comprobado que no». Lo califica como una «falacia omnipresente»: un aparato que regula cada vez más aspectos de la vida con un conocimiento cada vez menor, lo que termina provocando «consecuencias indeseadas». Su diagnóstico es tajante: «Cuando más se necesita, falla».
Los fallos tienen un coste real: retraso en las ayudas, familias sin apoyo y la erosión de confianza institucional. «Un Estado que llega tarde debilita el contrato social», señala Figar de Lacalle. La solidaridad ciudadana es valiosa, «pero no puede sustituir el papel de unas instituciones que están obligadas a liderar», advierten los expertos.
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