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Salvador Sostres - Todo irá bien

Trufa contra los criminales

«Me gusta hablar de Dios cuando hablo de la trufa blanca. ¿Quién escarba sino Dios?»

La trufa en el Via Veneto ABC

Salvador Sostres

Se acabaron los altercados y llegó la trufa blanca. Justo el mismo día. Dios aprieta pero huele a tierra mojada. Como la fe, como la esperanza. Placas tectónicas del del deseo, de lo telúrico, de lo que es oscuro y a la vez nuestra luz, nuestra única luz. Sólo ha pasado un año pero se me han hecho siglos. No hay nada más difícil que vivir sin ti.

Ha vuelto la trufa blanca y ha vuelto a Via Veneto en primer lugar. Pletórica, estelar desde la primera entrega, ni verde ni acartonada, intensa como la libertad, como el reto de ser mejor, como la sombra de Dios en el agua. Me gusta hablar de Dios cuando hablo de la trufa blanca. ¿Quién escarba sino Dios? ¿Quién sabe encontrar belleza en la profundidad? ¿Quién del gas íntimo de la tierra, de su aliento sentimental, podría elevar el olor más delicado? La trufa blanca no es un producto, es una plegaria. Llegó este año abriéndose paso entre piedras y cócteles molotov. Llegó escoltada en un furgón de la Policía. «La gent plorava, cridava i corria», y ella sólo quería calmarnos con su alegría. ¿Y ahora qué?, se preguntaban legítimamente muchos ciudadanos de bien la semana pasada. Pues ahora la trufa blanca. El calendario puede más que los niñatos. La tierra profunda permanece y estos farsantes disfrazados de revolucionarios, humillante parodia de tantas gestas hermosas, tenían desde el principio las horas contadas. La trufa blanca ha llegado envuelta en la sentencia del juez Marchena, exacta en su diagnóstico, brillante en su humor, y propagando La Civilización como todo entendimiento justo y mesurado, piadoso, conocedor de los pliegues del alma.

No hemos tenido que esperar demasiado, este año, ni hemos tenido que soportar la mediocridad de las primeras entregas haciéndonos la ilusión de lo que vendría a continuación. El año pasado fue terrible. Euforia en Via Veneto. En la propiedad y en los clientes. Pedro Monje la muestra como un trofeo. Mi querido Joaquín Castellví la huele y ordena un menú de seis platos. La ciudad vuelve a ser la ciudad. Las personas formales vuelven a estar por lo que tienen que estar. Octubre ya en su recta final pone rumbo a la felicidad. El restaurante entero huele a prosperidad. Otra vez la tristeza ha quedado arrinconada, derrotada en su miseria, en su vulgaridad. Sobre esta trufa blanca construiré mi iglesia, que es la de la concordia entre los hombres de buena voluntad.

Es la gran lección de la trufa blanca: cada año, especialmente en los últimos años, cosas terribles nos suceden. Acontecimientos tan grotescos que el año anterior ni los habríamos podido imaginar, y que hacen que, en algún momento, sucumbimos al desasosiego y caigamos en la tentación de creer que de ésta no nos vamos a levantar. Es un sentimiento comprensible pero falso. Es una tentación que se puede entender, y perdonar, pero como todas las tentaciones es hija del diablo y por lo tanto una equivocación total.

Lo extraordinario siempre llega si sabes esperarlo. A veces hay que tener paciencia. Pero ¿para qué perder la calma con la trufa si nuestro último destino es el Cielo? Todavía hay que esperar más para la Eternidad y también la esperamos, y nunca perdemos la confianza. A veces nos falta un poco de templanza. La trufa hay que probarla con tuétano, en esto Via Veneto se sale, y hay que probarla también con el queso azul, un tremendo cabrales que el jefe de sala, Javier Oliveira, me enseñó en una combinación mágica: maravilloso duelo de intensidades, y el recuerdo en el paladar adquiere dimensiones épicas. Con muy poco basta para estar toda la noche recordando el preciso instante en que fuimos tan felices.

Es así como celebramos la vida. Es así como conjuramos el desastre. Es así como recordamos que somos inmortales. Así se impone el genio a los patanes. Así Dios barre a los revolucionarios y el orden vuelve a ser jugar en la palma de su mano. La trufa blanca sella los excesos del verano y pronto habrá ya oscurecido cuando salgamos de los restaurantes. La vida adquiere su textura acolchada, su frío, su gris, y la trufa tensa las veladas y la economía, y el silencio que se produce en las mesas cuando llega. La fascinación que crea es el motor de un mundo que ya se creía colapsado y falto de una ilusión a la que aferrarse para remontar.

Volveremos a tener días complicados. Volveremos a creer que se agotó la esperanza. Algo que no esperábamos y que nos parecerá más allá de lo soportable nos volverá a sumir en el absoluto desánimo. Pero no hay que preocuparse tanto: al final siempre da la vuelta el calendario y las astracanadas perecen en la orilla de lo sagrado. Hay una jerarquía. Hay un propósito de Dios realizado. ¿De verdad creías que esta gente del jersey, que hace décadas que llevan una vida de desgracia y aprovechan ahora una sentencia que no han leído para darle la culpa de todo lo suyo -que és molt gros- a España, iban a imponerse al gran poder del mundo, a la gloria sublime del otoño, a la rutina exacta de quienes llevamos años asegurando el orden y la libertad? Somos Occidente cabalgando sobre la superioridad de nuestra Historia. Somos una victoria que viene de muy lejos. Dios exige pero fueron unos monjes quienes inventaron el champán. Dom Perignón. ¿Alguna otra pregunta?

Los criminales están en las cárceles y en Via Veneto ya sólo huele a libertad.

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