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Miquel Porta Perales - El oasis catalán

Ridículo

El ridículo del independentismo catalán resulta palpable cuando da un golpe a la democracia y al Estado de derecho y lo hace en nombre de la democracia

Cuando se escriba la historia del «proceso», habrá monografías que dedicarán algún capítulo o apartado a la capacidad de hacer el ridículo -de ridiculizarse a sí mismo- del independentismo catalán. Alguna conclusión obtendrán, de ello. Vayamos por partes y empecemos por los hechos.

El ridículo del independentismo catalán resulta palpable cuando da un golpe a la democracia y al Estado de derecho y lo hace en nombre de la democracia, cuando proclama una primera independencia que dura ocho segundos y una segunda que termina con la fuga inmediata de su responsable a Bélgica, cuando pretende investir como presidente a un holograma residente en Waterloo, cuando habla de un presidente efectivo y otro legítimo, cuando crea una Consejo para la República sin que esta exista, cuando el presidente de la Generalitat -en lugar de asumir su responsabilidad y dimitir o destituir al personaje- da un ultimátum que no cumple a un consejero para que sea él quien asuma la responsabilidad, cuando el presidente de la Generalitat desconfía de un consejero y da el visto bueno a un grupo de antisistema al cual le dice que «apriete», cuando el presidente de la Generalitat convoca de facto un llamado «paro de país» que pretende paralizar Cataluña como protesta por la visita del presidente del Estado español del cual el presidente de la Generalitat es su representante ordinario, cuando algunos políticos presos independentistas convocan una huelga para chantajear a sus socios de gobierno y presionar al Tribunal Constitucional para que tome una medida que ya ha tomado, cuando los colegas de los políticos presos se suman a la huelga de hambre a horas convenidas.

Esa deslealtad, esa falta de seriedad, esa ausencia de institucionalidad, ese ridículo permanente y esa folclorización que no cesa; todo eso, muy probablemente conducirá a que los estudiosos del «proceso» se acuerden del Sócrates que decía que se cae en el ridículo por extravagancia, vanidad o prepotencia. O las tres cosas a la vez.

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