«Don Giovanni», del erotismo al sadismo
El Festival Castell de Peralada recibe el provocativo montaje de Roland Schwab
pablo meléndez-haddad
Llegó para provocar, y lo consiguió. El Festival Castell de Peralada escogió a la Deutsche Oper de Berlín como invitada para incorporar a su repertorio el «Don Giovanni» mozartiano, y lo hizo con la inquietante y provocadora producción que Roland Schwab ideara para celebrar el ... centenario de la compañía berlinesa y el 50º aniversario de la inauguración de su actual sede. El espectáculo mete mano sin demasiada justificación -y sin piedad- a la partitura; a estas alturas es imperdonable, por ejemplo, eliminar la moraleja final -corte muy coherente, en todo caso, con esta propuesta- o toda la décima escena del segundo acto, incluyendo el aria «Il mio tesoro», manipulaciones que deberían servir para debatir y reflexionar. ¿Hasta dónde puede llegar el director de escena? ¿Dónde están los límites?
La mirada de Schwab del Libertino recuerda en una primera mirada, y sobre todo en su negrura, a la de Bieito, pero esta no tiene nada de mediterránea como la del director español: por el contrario, aquí se ofrece una visión incluso elegante, con olor a sofisticado sadomasoquismo. La repetición de acciones plasmada en la clonación del protagonista es lo que mejor funciona, un juego de imágenes kinésicas, coreográficas, que descomponen ciertos movimientos como si fueran imágenes superpuestas en una secuencia continua de odio y sadismo.
Del resto poco se salva, porque las sensaciones de repugnancia que provoca el montaje nacen desde la propia concepción del personaje principal, que menosprecia hasta tal punto a las mujeres que en la frase «me parece sentir olor de mujer» ante la entrada de Elvira, él, Leporello y los clones se miran la suela de los zapatos para ver quién ha pisado mierda, algo que nunca haría Sade. Las escenas de provocación son muchas, desde esa aria del Catálogo muy subidita de tono hasta la manera, cargada de violencia, de la presentación de Zerlina; o su «Batte, batte» sadomaso; los momentos pedófilos; el Cristo en la bici estática; o la presencia del palo de golf como arma asesina, bella y fría, símbolo de este incisivo montaje con aspiraciones de removedor de conciencias pero que se queda en peli de suspense con mucha dosis de calentura... Por provocar, lo hace incluso con la escena del cementerio, trasladando al patio de butacas el «espacio poético» (las tumbas y mausoleos, vamos).
El Don Juan de Carlos Álvarez es ejemplar: el barítono malagueño se conoce el personaje al dedillo, le va perfecto y supo controlar la difícil “regia” con convicción. Su voz, junto a la de la Donna Elvira de Ana María Martínez, destacó muy por encima de la del resto de la compañía, recia, segura, de espléndidos colores; la soprano puertorriqueña, por su parte, aportó una voz eficaz y potente.
El entregadísimo Leporello de Robert Gleadow no siempre estuvo a la altura en el aspecto vocal -sí en el actoral-, mientras que la siempre competente Patrizia Ciofi defendía, casi al límite, su Donna Anna sin la suficiente rotundidad en los graves. Muy lejos se situaron el Ottavio de Philippe Talbot, el Masetto de Marko Mimica y la Zerlina de Jana Kurucova. Guillermo García Calvo controló no sin esfuerzos el transparente y frágil tejido mozartiano, a veces sin conseguir la adecuada uniformidad sonora de la Orqeusta de la Deutsche Oper, mientras el Cor de Cambra del Palau se marcaba otro tanto con una actuación impecable.
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