punto de fuga
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Esa máquina de crear riqueza, el capitalismo, no podría –no podrá– sobrevivir mucho tiempo al cinismo institucionalizado, al todo vale y el sálvese quien pueda
Ocurrió tras la caída del Muro de Berlín en 1989 y su inmediato corolario, la definitiva bancarrota intelectual del socialismo. Aquí y allí, en todas partes, emergió una súbita devoción por aquel clérigo escocés que diera en hablar de una prodigiosa mano invisible. Mientras la momia de Lenin transitaba hacia el purgatorio del olvido, el reverendo Adam Smith era entronizado en los altares laicos de Occidente. Aunque pocos de sus nuevos devotos, si es que alguno hubo, recordaron entonces que "La riqueza de las naciones", genuina partida de nacimiento del liberalismo económico, fue escrita por el mismo autor que la "Teoría de los sentimientos morales". Olvido que, en medio del sarampión libertario que dio paso al doctrinarismo desregulador y el posterior giro hacia el Estado minimalista en Europa y Norteamérica, acarreó el equívoco acerca de la verdadera naturaleza de aquella mano.
Y es que la economía de mercado ha creado las sociedades más prósperas jamás soñadas. Un hito inconcebible sin reparar en los hábitos de honestidad, contención y responsabilidad de cuantos en su día la alumbraron. Valores seculares que, lejos de obedecer a la esencia propia del sistema, informaban la ética civil cristiana que lo escoltó desde su nacimiento. De ahí lo quimérico de que una comunidad asentada en el simple nexo impersonal de los contratos, en el exclusivo interés egoísta de los intercambios mercantiles, aboque a algo que no fuera el retorno al estado de naturaleza, al caos de un mundo hobbesiano incapaz de consolidar ninguna lealtad duradera entre sus víctimas. Esa máquina de crear riqueza, el capitalismo, no podría – no podrá – sobrevivir mucho tiempo al cinismo institucionalizado, al todo vale y el sálvese quien pueda. La ilusión de que el principio de la competencia corregiría por sí mismo las taras de los partícipes en ella era eso, una fantasía adánica. Razón última de que los conservadores consecuentes deban resistirse a la aconfesionalidad política en materia de moralidad. O lo pagaremos caro. Mucho más aún.
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