shambhala
Todas mis tardes en Mercadona
«Salvo en mi casa –yo trabajo a unos férreos 19 grados– y la barra de Nobu sólo en Mercadona puedo estar bien, especialmente en el pasillo que a un lado tiene la nevera de fiambres y curados y al otro la de los quesos y sus sucedáneos»
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Yo soy uno que por las tardes va a escribir al Mercadona de la calle Berlín. Dejo a mi hija en la academia de Mugendo y sólo en este supermercado puedo esperar a que termine sin morir asfixiado en los demenciales bares del alrededor y ... sus temperaturas africanas. Pero el drama no son sólo estos bares, a fin de cuentas insignificantes y desgraciados. Junto con la barra de Nobu, Mercadona es uno de los pocos establecimientos de mi ciudad que respeta el pacto civilizado. El aire acondicionado funciona como si fuéramos ciudadanos respetables de un país avanzado y no como en la mayoría de los buenos y buenísimos restaurantes de Barcelona, que nos tratan como a una tribu de caníbales precolombinos. Salvo en mi casa –yo trabajo a unos férreos 19 grados– y la barra de Nobu sólo en Mercadona puedo estar bien, especialmente en el pasillo que a un lado tiene la nevera de fiambres y curados y al otro la de los quesos y sus sucedáneos. Además, me mece como un arrullo estar entre comida que jamás me llevaría a la boca. En estos escasos quince metros, entre la refrigeración general y la de los productos, se da la temperatura que corresponde al genio creativo. Fluyen las ideas y cristalizan las metáforas. El verano en tercera persona. Barcelona no tan miserable, no tan tacaña.
Desde hace dos meses me he sentido despreciado, agredido, escupido por restaurantes en los que año tras año dejo grandes cantidades de dinero; grandes, claro está, teniendo en cuenta mi derrotada economía. Nairod, Come, Bonanova, Wilmot, Gresca, Agreste, Pur, Alma, Compartir, y coctelerías como Sips o Solange, por citar sólo a los que más quiero, admiro y respeto, llevan años faltándome llamativamente al respeto con sus deplorables instalaciones de aire acondicionado. Ante mis quejas, y las de otros clientes, se disculpan siempre con la patraña de que se trata de una avería de última hora y las promesas, igual de mentirosas, de que al verano siguiente dispondrán de unas instalaciones más adecuadas. Pero nunca llega el frío y siempre muere la esperanza.
Cuando me vuelvo a quejar me miran con el gesto encogido y cara de pobrecitos, como si no dependiera de ellos ni hubiera nada que pudieran hacer. Pondré su cara la próxima vez que me presenten sus facturas y cuando me devuelvan mi Visa sin fondos les diré que ya el próximo verano procuraré tener dinero para pagarles un poco más, pero sólo un poco. Yo hago cada mediodía o cada noche un gran esfuerzo de tiempo, de fuerza, de salud y por supuesto de dinero para acudir a vuestros maravillosos restaurantes. Un esfuerzo que en más de un sentido limita con mi misma supervivencia. Y lo que obtengo a cambio es vuestra ofensiva, sudorosa falta de generosidad, vuestra tacañería sostenida en el tiempo –mucho tiempo– pese a mis ruegos y a la evidencia del desagradable defecto.
Por no tener que dejar de ir, a principios de julio compré un ventilador para Nairod y otro para Come. Puestos a la máxima potencia –vientos huracanados que no tienen ningún sentido– mueven algo el poco aire frío que hay en el ambiente y consigo que el almuerzo se desarrolle en condiciones que están muy lejos de ser las óptimas pero que son por lo menos soportables. Los dos chefs, a los que quiero tanto, en lugar de morirse de la vergüenza y dar inmediata solución al grave problema que tienen, me miran con condescendencia como si el raro y el excéntrico fuera yo. Si soy raro es sólo por inusual, por infrecuente. No porque mis demandas sean irracionales o estén fuera de lugar. Más bien porque Barcelona es una ciudad de clientes –y ciudadanos– acríticos, incultos, arrasados, que empatan con el ínfimo nivel de todo y aceptan ser tratados como ganado. Yo no soy el raro. Lo raro es que los establecimientos de Barcelona, los mejores y los peores, no hayan todavía entendido la temperatura de la ciudad, que pese a la propaganda ambientalista, lleva décadas siendo más o menos la misma. Lo raro es este rebaño de descerebrados que lo mismo acuden a una manifestación para celebrar una independencia que no existe, que aceptan ser tratados como rancho en restaurantes en los que van a pagar no menos de 100 euros. Mi nivel de exigencia es normal tirando a moderado. Casi nunca digo nada. Mi entrega a estos restaurantes es total, muy por encima de mis posibilidades, y a la hora de la verdad lo que recibo de ellos es el mensaje de que el nivel de compromiso con su propia obra no es ni de largo tan elevado como el mío. Éste es exactamente el drama, lo tan poco en serio que se toman su trabajo, que yo tanto adoro. Y en este contexto de extravío moral, espiritual, y por descontado político, cualquier conversación razonable se vuelve imposible.
Llevo dos horas dando vueltas en Mercadona. He dejado a mi hija en la academia de Mugendo a las 18:00. Hoy la ha recogido mi esposa y se marchaban a la finca de mis suegros. Yo he quedado a cenar a las 20:30 y Nobu está a menos de diez minutos andando, de modo que aquí estoy, recorriendo una y otra vez mis quince metros y escribiendo este artículo. En todo este rato, ningún empleado se me ha acercado a decir nada. Bien está. Me tomo la absoluta indiferencia como una silenciosa demostración de respeto a los genios, que no debemos ser molestados mientras escribimos. Que Mercadona de esta tunda de clase y sentido común a los supuestos artesanos del lujo es algo que os tendría que hacer reflexionar. Que Mercadona demuestre con su frío mucho más respeto por sus humildes productos, y sus clientes aún más humildes, del que demostráis vosotros por vuestras primeras calidades y por los clientes a los que tanto decís querer, os tendría que hacer pensar en algo más que en la próxima excusa que me vais a dar cuando vuelva junio y volváis a ser naufragio.
He preguntado por la encargada del supermercado. La estoy esperando. Quiero preguntarle si en las tardes de agosto que me quedan no tendría la bondad de ponerme una mesa –y algo de ginebra que favorezca la buena voluntad– para poder escribir mis artículos desde la helada euforia de este pasillo trinchera ganado al tercermundismo enemigo, tan rácano.
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