shambhala
Los padres de Mencía
se aferraron a la vida de su hija como sólo se aferran los que saben o intuyen que la vida es trascendente, sagrada, y como tales no sólo lucharon por salvar a su hija sino a todos los niños del mundo que pudieran encontrarse en tragedias parecidas
Artículos de Salvador Sostres en ABC
Mencía, con su madre
No conocí a Mencía pero su nombre entró en mi vida porque el Padre Carlos me hablaba mucho de ella. Los médicos le dieron dos meses de vida y murió el pasado jueves a los catorce años. Sus padres han renunciado a todo durante ... este tiempo por darle los mejores cuidados y porque se investigara su enfermedad, que de tan rara no tiene ni nombre.
No pienso que Dios nos ponga a prueba mandándonos a niños enfermos. No sólo no lo pienso sino que me incomoda esta manera de pensar. Si a alguien le sirve para hallar consuelo me parece perfecto, pero no creo que Dios haga chocar trenes o provoque un cáncer o un tsunami para dar lecciones. Tampoco pienso que los padres de niños enfermos sean «los preferidos de Dios«, como he escuchado algunas veces. Pienso que Dios no hace estas cosas y si las hiciera me causaría toda clase de disgustos. Tampoco pienso que la enfermedad de un niño tenga nada de bueno para unos padres y ya no digamos para el hijo, ni le deseo a absolutamente nadie que tenga que verse en una situación tan desoladora y angustiante.
Pero sin haberla conocido sé que Mencía ha vivido casi catorce años abriéndose al mundo cuando al principio era incapaz de reaccionar a los estímulos y los médicos decían que así quedaría, y por muy poco tiempo. Si yo no creo en los preferidos de Dios, sus padres no creían ni en Dios al principio. Pero se aferraron a la vida de su hija como sólo se aferran los que saben o intuyen que la vida es trascendente, sagrada, y como tales no sólo lucharon por salvar a su hija sino a todos los niños del mundo que pudieran encontrarse en tragedias parecidas. Crearon la fundación Mencía, consiguiendo considerables recursos dados a la investigación de enfermedades que hasta entonces no había estudiado nadie. Mencía ella misma ha sido capaz de ver, de oír, de sonreír, y de sonreír especialmente cuando un chico guapo entraba en la habitación. Dios no nos manda a niños enfermos. Pero cuando la vida en sus accidentes nos pone a prueba nosotros mandamos al Cielo la mejor medida de lo que somos, como han hecho los padres de Mencía con el amor a su hija y su esfuerzo por salvarla y salvar a los demás niños. No deseamos la enfermedad, ni el sufrimiento, pero cuando los enfrentamos recordamos que nuestra fuerza no se mide con la mortalidad sino con la semejanza de Dios a la que estamos hechos.
Es mi deseo que todos los niños nazcan sanos pero la vida de Mencía ha merecido la pena. Ha merecido la pena por ella, que a su manera y en su medida ha sido feliz y ha vivido catorce años sintiéndose querida, sin sentir dolor ni la conciencia de lo que no podía alcanzar, creciendo como persona y siendo capaz de hacer mucho más de lo que los médicos pensaron cuando la diagnosticaron. Ha merecido la pena también, la vida de Mencía, por los logros de la fundación que lleva su nombre, tanto en los recursos para los cuidados como en los avances científicos que ha promovido, en colaboración con otros hospitales europeos y de los Estados Unidos. Y ha merecido la pena porque del abatimiento, sus padres pasaron a la esperanza; de la oscuridad, a la luz; del sentimiento de que todo les superaba, al descubrimiento de su humanidad profunda, preciosa, salvífica, redentora.
Dios no pretende aleccionarnos con desgracias pero lo que los padres de Mencía han aprendido cuidándola será para siempre su conexión con lo más hermoso que nos define como hombres y mujeres inevitablemente mortales pero que si no fuéramos eternos seríamos incapaces de comportarnos como lo han hecho ellos. Lo desechable no tiene este poder. Lo tiras cuando se estropea y lo cambias por otro. Sólo en lo que está hecho para siempre vemos reflejada nuestra infinitud y el deber –y la ternura– de custodiarla. Esto a veces lo sabemos, a veces lo intuimos, a veces lo negamos. Da igual, porque siempre nos volcamos, como los padres de Mencía, que más allá de la idea que tengan de su fe, han hecho evidente a Dios por cómo han dado a su hija una vida que nadie creía que podría tener.
En el dolor extremo por la muerte, su madre ha tenido momentos de duda sobre si habría tenido sentido su lucha. Catorce años contra dos meses. Tratamientos que no existían. Una enfermedad que no se sabía cuál era y que aún no se le ha dado ni un nombre. No hay duda posible, aunque la atrocidad de perder a un hijo nos destroce y apague por un tiempo las luces de nuestro mundo.
Mencía y sus padres ha sido lo que nos ha sucedido a todos estos últimos catorce años, mientras pensábamos que Dios no nos estaba mirando.