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González y yo nos despedimos de Via Veneto

Su voluntad de servicio fue siempre sincera, la otra cara de la moneda de este folklore moderno en el que permanecen los uniformes y la gesticulación pero vaciados de contenido, para dar el pego ante los turistas pero escatimarles lo esencial

Artículos de Salvador Sostres en ABC

González, en el centro, el día de su despedida abc

Luis González ha sido uno de los grandes camareros de Via Veneto. Sin ninguna otra universidad que la del señor Monje y sin otra técnica que la de ponerse al servicio de sus clientes, una ciudad agradecida se despide de él en su jubilación. ... González era uno de los nuestros. Estuvo siempre ahí, para lo que quisiéramos. Siempre una palabra amable, nunca una mala cara. Cuando se quedaba de retén y nos servía hasta bien entrada la madrugada, todas las copas eran como la primera y nunca nos dio prisa o hizo ruidos con la boca o con las puertas como presión para que nos marcháramos. González fue la vieja escuela para un mundo viejo en el que Via Veneto se afirma y tiene sentido. Su voluntad de servicio fue siempre sincera, la otra cara de la moneda de este folklore moderno en el que permanecen los uniformes y la gesticulación pero vaciados de contenido, para dar el pego ante los turistas pero escatimarles lo esencial, lo profundo porque es demasiado esfuerzo y ya no hay ganas ni esa dignidad última de un hombre que está orgulloso de lo bien que hace su trabajo.

González se jubila y con él cae el telón de un lujo que es verdad que nunca fue perfecto, que siempre fue de pueblo, pero que tenía la luz única de los hombres cuando dan todo lo que son por complacerte y sólo por ello ya lo consiguen. Luego, si llega el plato, cuándo y cómo, es otra historia, siempre menor en un Via Veneto social, moral, al que siempre fuimos, básicamente, a estar.

Para celebrar su merecido retiro, uno de los vídeos que más ha circulado de González por las redes ha sido el que aparece pelando una naranja sin que se le rompa la piel. Pelar naranjas puede parecer menor pero si aprendes el oficio del señor Monje, acabas convertido en un clásico de todos los tiempos y es tu estampa el día de tu despedida. Mientras González aprendía del padre, el heredero Pedro, recién acabados sus estudios en ESADE, estaba de prácticas en Sao Paulo, descubriendo la vida y la felicidad hasta el punto de que no quería regresar y tuvieron que ir a por él. No hubo manera de convencerlo pero igualmente lo metieron en un avión. Vieja escuela, lecciones de antes. Cuántas empresas catalanas se habrían quedado sin heredero si empresarios serios no hubieran tenido las ideas claras y los aviones francos. También este mundo de sobreentendidos, compromisos sagrados y una autoridad por encima de la Ley, y por debajo, se jubila con González.

¿Tiene sentido el lujo si no se basa en el servicio total? No es retórico preguntárselo el día que cuelga la botas González. La alta cocina y la alta cocina creativa –ninguno de los dos son el caso de Via Veneto– no son lujo en sí mismas ni lo necesitan para expresarse. Pero está en el centro de lo que González es y ha representado el lujo entendido como una fina capa de seda que envuelve al cliente. Si a esta fina capa le pones horarios y restricciones, se desvanece. Si la cubres de derechos sindicales, se rasga y se encoge, y lo que te abrazaba te pica y rascas.

Puede que el lujo no tenga sentido en democracia. Puede que tenga razón el maitre que me dijo que a las 12 tienen que cerrar y debemos marcharnos a un local que tenga otro tipo de licencia porque hay que respetar los derechos de los trabajadores. Puede que el lujo –y lo digo en serio– sea una antigualla ancien régime que sólo pueda realizarse como museo, como pantomima de lo que fue para que los guiris se tomen fotos como cuando van al Museo de Cera o al de los Autómatas en el Tibidabo. Puede que el que esté fuera de lugar sea yo y es verdad que no habría podido escribir este artículo sin haberme sentido en Via Veneto como en un orfanato, sobre todo de un par de años a esta parte. Huérfano de los referentes y las estructuras que alumbraron mi pasión por los grandes restaurantes. Huérfano de lo que en lo más inquebrantable significa ser cliente –o lo significaba– de esta casa. Lo que quiero decir es que si el desubicado soy yo, entonces también es justo consignar que Via Veneto tal como lo conocimos ya no existe y es sólo una atracción sobre un restaurante como Blancanieves o Peter Pan tienen la suya en los parques Disney.

Es cierto que los restaurantes –y los columnistas– somos pinceladas de nuestra época y que los sustitutos que me he buscado no sólo no se parecen a Via Veneto sino que son todo lo contrario: cocina simple y buena, sin pretensiones fallidas ni productos caros puestos con calzador para subir el precio; servicio amable por el ansia de jóvenes despiertos con ganas de hacerlo bien y prosperar en sus vidas; decoraciones en que haya poco pero que no pretendan ser lo que no son; y unos precios que tengan que ver con la realidad y no con un mundo que ya no existe y por cuya parodia no pueden cobrarte lo mismo que si todavía fuéramos tratados como cuando teníamos ese extraño y único privilegio de ser clientes de Via Veneto.

Yo puedo entender que el lujo tal como hasta ahora lo habíamos vivido pero entonces quiero que me devuelvan mis 250 euros. Para que te echen a medianoche, te sirvan unos platos demenciales y a las siete de la tarde circule por toda Barcelona con quién has almorzado en el reservado, y hasta de qué has hablado, la tarifa tiene que ser mucho menos exigente. Si Via Veneto se quiere convertir en un restaurante de broma, los clientes han de poder ir también con dinero del Monopoly.

Y lo peor es que además, en este mundo al revés en que los trabajadores sólo tienen derechos y los clientes sólo tenemos deberes, este artículo se tomará como una ofensa, cuando los ofendidos, los vilipendiados, los humillados hemos sido nosotros. González y yo nos jubilamos de Via Veneto y de una era. Pere Monje volvió al fin de San Paulo pero si yo hubiera tratado de escapar ni una sola vez de mi escritura no podría escribir como lo hago, quizá muchos lo agradecerían.

Via Veneto tuvo en sus años de emergencia y esplendor muchos competidores: Finisterre, Reno, Niechel e incluso Orotava se basaban en un parecido concepto. En un mundo cambiante tras la irrupción de El Bulli, y en una ciudad tan informal, Via Veneto estaba condenado a desaparecer pero sobrevivió porque tenía a un dueño comprometido con todo su ser y toda su vida en la gran historia de amor que era su restaurante. Sólo con esa dedicación total, sin duda profesional, pero sobre todo vital, pasional, José Monje pudo sobrevivir a la muerte generalizada de los restaurantes de su tipo en la ciudad. Ya en el presente siglo, Drolma abrió y tuvo su momento, pero la familia Soldevila, propietaria del Hotel Majestic, acabó por no entender la importancia de que Barcelona tuviera el restaurante culto, continuador de la mejor tradición europea, que Fermí Puig había creado para ellos. ¿Fue falta de negocio? No. Fue falta de amor. Este amor en el que el lujo se fundamenta y se fundamenta todo. El amor de González a su casa y a sus clientes. El amor con que escribo estos artículos sobre Via Veneto, aunque sean tristes. El amor que Pedro dejó al otro lado del Atlántico cuando tuvieron que meterlo en un avión sin haberlo convencido antes, y por eso Via Veneto aguantará sólo mientras no sea necesario otro milagro como el que hizo su padre.

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