artes & letras
'Las señoritas': la novela sigue viva
libros
El novelista Enrique Andrés Ruiz hilvana vidas comunes en una novela realista pero atípica
'Desposesión': malas Nochebuenas
Fermín Herrero
De vez en cuando, desde la resaca tras el vendaval de las vanguardias, algún mandarín espabilado con aire de cenizo determina la crisis final de la novela tal y como fue y está conformada como subgénero, le dedica un responso y se queda tan ancho. ... También escritores de fuste, a principio del siglo pasado la predijo nada menos que José Ortega y Gasset y, en los albores de éste, Phillip Roth. Muchos han advertido, entre medias, del peligro, desde Italo Calvino a Milan Kundera. En verdad, últimamente, más que a la muerte parece que asistimos a la consunción por agotamiento de la novela, acoquinada por el flanco comercial: hace poco comentábamos en esta misma página, abochornados, la zafiedad, inconcebible en un galardón como ése, tanto en la forma como en el contenido, del último premio Nadal, y por el culto: desconcertante, a mi juicio, el premio de la crítica regional del año pasado, 'Llego con tres heridas', de Violeta Gil, que, so capa de la socorrida y ventajista autoficción biográfica, rasa, tan en boga, no pasaba de una aseada redacción de bachillerato como recauchutada en taller literario. Pero, a pesar de los pesares, los agoreros fallarán mientras sigan viendo la luz propuestas originales y con enjundia, como 'Las señoritas', segunda novela del soriano Enrique Andrés Ruiz, como la anterior, 'Los montes antiguos', de la mano de Periférica.
La cita inicial, de 'Papá Goriot' de Honoré de Balzac, referida a la aprovechada casera madame Vauquer, delimita el terreno en el que nos vamos a mover: la novela realista, tan en desuso en estos tiempos, como decíamos, de preponderancia de lo autoficticio; si bien el realismo no se aborda desde la perspectiva típica de la narrativa decimonónica. Muy al contrario, Andrés Ruiz hace una voladura controlada del cronotopo realista común para mostrarnos la vida tal cual, mediante una especie de montaje de escenas por atracción semántica, el llamado 'efecto Kulechov', a la manera del cine de Serguéi Eisenstein; con desarrollo lineal intercalando los pertinentes flashbacks, propio del realismo, pero no de manera homogénea, sino atomizada, prescindiendo de artificios narrativos tópicos, sostenido en una elipsis cardinal, por otra parte cortesía que tanto agradece el lector, ya que, como revela hacia el desenlace, «hay algo que se resiste a la visión, pero también a la imaginación y a las palabras. Este reducto sagrado, como el de un arca, debe ser intocable para la magia del arte: ha de quedar en el silencio».
La parte mollar del argumento está implícita, por tanto, no se desarrolla exclusivamente a través de la acción como sucede por desgracia en la novelística actual dominante, se desprende de situaciones y diálogos, se deduce de las alusiones y las reticencias, y no es de los méritos menores que el novelista consiga hilvanar de esta manera unas vidas comunes, como todas.
La disposición espacio-temporal de la trama orquesta un ritmo narrativo muy conseguido, acompasado por capítulos breves a modo, como adelantaba, de secuencias engarzadas, en consonancia con la intuición de que «el tiempo está hecho con la tibia urdimbre de la existencia». Aunque más que de ritmo puede hablarse de textura, al imbricar lo cotidiano con lo existencial en la flecha, en apariencia leve, discontinua, del tiempo: los acontecimientos sujetos a un presente siempre empapado, permeado por los recuerdos, en particular los iniciáticos, con unas pozas propicias a los retozos veraniegos como foco irradiador. Son pocas las digresiones, pero formidables, como una sobre Spinoza, de quien se engastan además algunos escolios.
La novela está hecha de caracteres, las señoritas del título crecen «como si la vida estuviera en otra parte», de continuo alerta su sexto sentido, «cerca de la gracia, del amor y del sueño», seguras de que «el pensamiento destruye; el amor unifica», de que, en la onda cernudiana, la realidad acaba por reducir a cenizas los deseos. La encarnación de los personajes y cómo se ahonda en su psicología, es imponente, a más de conmovedora, impresiona cómo se capta, aparte de la sensorialidad y la sensualidad en general, la sensibilidad femenina de una época. Destaca la protagonista, la impredecible Dedi, «guapa a la manera de un muchacho gitano», con el encanto «del instante que pasa», sometida a un trance vital decisivo.
Enrique Andrés Ruiz
Las señoritas
- Periférica 344 páginas 21,90 euros
No le van a la zaga, por ceñirnos a las que aparecen en el delicioso episodio inicial, en el que se aprecia ya el detallismo descriptivo y la capacidad de crear el clima distintivo de la novela, mientras se pintan las uñas y divagan a sus anchas, Mercedes, que ejerce de seria hermana mayor; Emi, la pequeña, «inmediata, primaria, callejera»; Charo, amiga de estudios, con el «pelo rapado, contestatario»; o la prima Mila, sólo citada, enfangada en su matrimonio y descendencia, «un desbarajuste». La misma caracterización cautivadora podría aplicarse a los maridos chichirivainas echados a perder, la hacendosa criada Avelina, el clarividente doctor Santisteban, la elegante y elástica modista Dora Pascual, el intransitivo, un tanto tarambana, pintor Xisco Beceira, una especie de beguina episódica…
Con gozosas, desde el punto de vista descriptivo y costumbrista, incursiones pueblerinas y en la capital, las historias enlazadas tienen como trasfondo la heladora, cuajada entre chismes y habladurías, vida provinciana interior, en el doble sentido del término, de una ciudad norteña, más bien occidental, cualquiera, levantada calle a calle hasta conformar un plano completísimo. Sus existencias rutinarias, oscuras, pautadas por las campanas y el paso de las estaciones, configuran un retrato en sepia de la historia, más bien intrahistoria, reciente de España, bajo la sombra alargada del enfrentamiento civil, desde la posguerra hasta los albores de este siglo, con especial incidencia en la etapa desarrollista del franquismo.
Se agradece, por último, que Andrés Ruiz, dueño de un discurso ensayístico y crítico, con especial atención a lo pictórico, sin parangón en nuestras letras, haya prescindido del estilo hipotáctico propio de la sintaxis de pensamiento. Y que, siendo fundamentalmente poeta, haya eliminado cualquier atisbo de lirismo insustancial, melifluo o delicuescente, pero no, por ejemplo, recursos poéticos como abrochar escenas con imágenes que las sintetizan; y que, a mayores del esfuerzo de narratividad singular comentado, junto a diálogos de una naturalidad pasmosa, no por intrascendentes menos significativos, nos deleite con una prosa magnífica, bien musculada, exigente, precisa, minuciosa, para disfrutar y regodearse con cada párrafo.
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