un tiempo propio

El valor de la democracia

Parece que los españoles estamos divididos en dos facciones irreconciliables y enfrentadas. Nada más lejos de la realidad...

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La ignorancia es malintencionada

JOSÉ RAMÓN LADRA

Nuestra democracia vive momentos tensos y, se podría decir, dramáticos. Las decisiones del gobierno convertidas en ley por los representantes del pueblo en el Congreso han creado un clima de enfrentamiento y rechazo en los ciudadanos. Parece que los españoles estamos divididos en dos facciones ... irreconciliables y enfrentadas. Nada más lejos de la realidad, aunque las declaraciones de algunos políticos y políticas busquen precisamente esta división porque favorece a sus intereses y cubre su mediocridad.

Para comprobar de una manera sencilla y clara la salud y de la solidez de un sistema democrático, podemos formular una serie de preguntas prácticas. ¿Se asienta el gobierno de un país sobre bases constitucionales y libres y se asegura al pueblo el derecho a expresar su voluntad por medio de las votaciones? ¿Existe el derecho a expresar libremente las opiniones, a apoyar, oponerse, promover y criticar sin cortapisas al gobierno? ¿Los tribunales de justicia están a salvo de todas las interferencias del gobierno o de la amenaza de la violencia popular y, asimismo, libres de todo compromiso e influencia de los partidos políticos? ¿Aplican los tribunales en sus sentencias las leyes de forma imparcial y conforme a los principios del decoro y la justicia? ¿Reciben el mismo trato todos los ciudadanos sin distinción de raza, sexo, posición social, creencias religiosas, filiación política? ¿Son tratados todos españoles según los valores superiores de la Constitución? ¿Se observan, se afirman, se exaltan y se defienden los derechos individuales y las libertades públicas de todos? ¿El gobierno pertenece al pueblo o es el pueblo quien pertenece y es rehén del gobierno? Unas preguntas semejantes a estas se hacía Winston Churchill en un discurso pronunciado en Bruselas el 16 de noviembre de 1945, pocos meses después de terminar la devastadora Segunda Guerra Mundial.

Hoy día no podemos afirmar que en España algunas respuestas a estas preguntas sean positivas. Más bien se tiene la impresión de que estamos retrocediendo en muchos aspectos fundamentales de la democracia. Hace aproximadamente veinticinco siglos el historiador Tucídides, muy citado últimamente por expertos en geopolítica, dijo en su Historia de la Guerra del Peloponeso, que Atenas era una democracia gobernada por un solo hombre: Pericles.

Parece que el siglo XXI en su primer tercio, como sucedió hace un siglo, están volviendo a renacer dentro de las democracias, planteamientos populistas, totalitarios y excluyentes. La mejor manera de evitarlos es fortalecer las instituciones democráticas, volver a reivindicar los principios sobre los que asientan la igualdad, la libertad, el pluralismo y la justicia. Y rechazar en las urnas o en la calle los comportamientos que no respetan estos valores y principios fundamentales.

Acabar con la democracia es posible. Las consecuencias serán, como demuestra la gran maestra que es la Historia, nefastas. Las sociedades y las naciones se convierten en esclavas de un poder que se impone por la fuerza. Un poder que resulta imposible de desalojar del gobierno y que en lugar de gobernar en favor de todos buscando lo mejor y más conveniente para la comunidad, gobiernan en provecho propio y de los suyos. La democracia se convierte en oligarquía y el ciudadano libre vuelve a ser súbdito dependiente de la arbitrariedad de una persona y de sus ocurrencias. Es necesario defender la democracia de todos aquellos que quieren utilizarla para perpetuarse e imponer su voluntad.

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