Un nuevo curso

El resultado de una reforma legislativa en los niveles de primaria y secundaria, como se decía antes, es decir, en los previos al ingreso en la Universidad, no se pueden valorar hasta que no pasan por lo menos diez años, y hayan concluido sus ciclos formativos los alumnos que comenzaron con ella. Lo que sí podemos evaluar es la confusión y la perplejidad que existe ahora entre los profesores de estos niveles para aplicar estrictamente los contenidos de dicha norma. Y si los encargados de la formación de los niños y de los jóvenes españoles ven dificultades para cumplir con la ley, el comienzo no es alentador. Más bien parece aterrador.

En cambio, las reformas en la Universidad se producen cada cierto tiempo y van cambiando aspectos que afectan al funcionamiento de esta casi milenaria, en España, institución. La universidad más antigua es Salamanca por sus aulas han pasado ilustres personajes de la historia, la ciencia y el pensamiento español. La universidad es el lugar donde se desarrolla el conocimiento, se forman a las generaciones futuras que tendrán que gobernar y administrar el Estado, las empresas, contribuir al progreso social y económico y enseñar en los centros de formación. Esta nueva ley tiene detractores y defensores. Y como toda obra humana podría ser mejor. Lo más complicado será llevar a cabo las reformas y adaptaciones que exige la ley en los plazos previstos. Una vez más los universitarios vamos a estar enredados en cuestiones que son tangenciales la misión de la universidad: formar a los estudiantes e investigar para hacer progresar la ciencia y el conocimiento.

Decía un viejo dicho que cuando alguien señalaba a la luna, el listo la miraba y el necio se entretenía mirando el dedo. Parece que el gobierno ha logrado con estas leyes que los que se dedican a la formación de las futuras generaciones de españoles, se entretengan y gasten su tiempo en asuntos que poco tienen que ver con su misión. Una vez más habrá que adaptar los contenidos, los currículos, los programas, los órganos de gobierno, los estatutos, etc. a un nuevo ordenamiento jurídico, con la sensación de que es la enésima vez que se acometen estas tareas, y que pasados unos años se volverán a modificar las leyes y, como en un eterno retorno, habrá que volver a adaptar todo a las nuevas leyes. Otra vez nos encontramos con un panorama no sólo aterrador, sino desalentador y frustrante.

Convendría dejar en paz la educación desde las primeras etapas hasta las últimas durante unos lustros o decenios. Dedicar el esfuerzo que se realiza en los centros educativos a adaptarse a la nueva normativa, a mejorar el nivel de conocimiento y de formación de los estudiantes. Y, sobre todo, destinar más dinero y medios para conseguir situar la educación en niveles de un país que presume de estar en el G20, pero no tenemos ninguna universidad entre las cien mejores del mundo. Este dato debería llevar a nuestros responsables políticos a reflexionar si sus leyes y normas sirven para mejorar o no la educación, o más bien la ahogan en una burocracia pesada, inútil y contingente.