Después del fuego, ¿qué normalidad?
Reducir la tragedia a un problema de colillas mal apagadas es un insulto a los ciudadanos. Lo que se ha quemado es también el resultado de una ausencia prolongada de una gestión forestal
Un verano diferente
En un verano cabe todo… menos la descalificación
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Iniciar sesiónTerminó el verano y se nos invita, una vez más, a «volver a la normalidad». Pero ¿cómo hacerlo cuando cuatrocientas mil hectáreas de bosque se han convertido en ceniza, cuando se han perdido paisajes con árboles centenarios y cuando decenas de familias han visto sus ... casas reducidas a escombros? Esa normalidad de la que tanto se habla no existe. Lo que queda es un territorio calcinado y una ciudadanía indignada.
Es cierto que los incendios forestales tienen múltiples causas. Desde la imprudencia hasta la intencionalidad criminal. Pero reducir la tragedia a un problema de colillas mal apagadas es un insulto a los ciudadanos. Lo que se ha quemado este verano es también el resultado de una ausencia prolongada de una gestión forestal que sirva para preservar nuestro entorno natural y evitar estas tragedias. Llevamos años escuchando promesas de planes integrales contra los incendios, de coordinación entre comunidades autónomas, de refuerzo de medios humanos y materiales. Y, sin embargo, la realidad es que los bomberos forestales trabajan con contratos precarios, que la prevención se reduce a campañas de carteles y que los montes se han convertido en polvorines por falta de limpieza y abandono rural.
El cambio climático, con olas de calor cada vez más intensas, es la chispa que acelera la catástrofe. Pero no podemos responsabilizar únicamente al clima. Hay responsables políticos concretos que miran hacia otro lado. Gobiernos autonómicos que recortan presupuestos en prevención mientras aumentan partidas para propaganda institucional. Ayuntamientos que permiten urbanizaciones en zonas de alto riesgo sin exigir planes de autoprotección. Ministerios que hablan de transición ecológica pero son incapaces de diseñar un plan serio de repoblación forestal.
Los incendios de este verano son, en buena medida, consecuencia de esas decisiones, o mejor dicho, de la falta de ellas. Cada hectárea arrasada es también una acusación contra quienes dejaron los montes en el olvido. Porque no es casualidad, cuando desaparecen pastores y agricultores, cuando no hay incentivos para mantener el campo vivo, la maleza ocupa el espacio y convierte cada bosque en un depósito de gasolina vegetal.
¿Quién es el responsable? Los pirómanos, sí. Pero también quienes, teniendo la obligación de prevenir, prefirieron gestionar la catástrofe a golpe de rueda de prensa. No podemos aceptar que cada septiembre se repita el mismo ritual, lágrimas, declaraciones solemnes y promesas que el próximo verano serán papel mojado.
La vuelta a la normalidad solo será posible cuando se deje de hablar de incendios como de un fenómeno inevitable y se asuman responsabilidades políticas. Cuidar nuestros bosques no es un gesto de sensibilidad romántica o ecológica, es una obligación democrática y ética. Proteger nuestros bosques es una obligación de justicia hacia las generaciones futuras. Y los ciudadanos deberíamos exigir a nuestros políticos responsabilidades con la misma fuerza con que las llamas arrasaron nuestros paisajes.
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