'Raros como yo', de Juan Manuel de Prada: Galería de excluidos
El escritor amplía su labor de rescate y recuperación de escritores postergados con nuevo retablo de «parias empujados a las cunetas de las letras»
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Fermín Herrero
Ha vuelto a los estantes de novedades el zamorano de Baracaldo Juan Manuel de Prada por donde solía, por uno de los terrenos que mejor domina: el de los márgenes de la literatura, como ya demostrara con su primera novela 'Las máscaras del héroe' ( ... 1996). El honor que confería por aquel entonces a Pere Gimferrer como «sumo sacerdote en el sanedrín de las rarezas», es desde hace tiempo suyo. Ahora nos ofrece, en su incansable labor de rescate y recuperación de escritores postergados por vocación o arrumbados en el desván del olvido, relegados, rechazados por el desprecio coetáneo, un nuevo retablo de «parias empujados a las cunetas de las letras», bajo el título, de resonancias rubenianas, 'Raros como yo'.
La diferencia con sus aproximaciones anteriores a esta serie de desplazados, orillados, descatalogados, incluso borrados de la historia literaria, es que el autor amplía generosamente el marbete de raro, lo aplica a todo aquel que escapa al pensamiento dominante, impuesto, o bien a la literatura al uso, embridada, castradora; a los que no asumen, en definitiva, en modo alguno lo establecido. Es más, De Prada voltea el concepto de malditismo, y con razón a mi juicio, pues el 'zeitgeist' imperante, el clima intelectual, con la contracultura y lo 'underground' elevado a preceptivo, ha virado por completo desde que hace más de un siglo lo ejemplificase la pareja Verlaine-Rimbaud, tras su aparición durante el Romanticismo. Ahora bien, el ensanchamiento del concepto puede correr el riesgo de confusión con los propiamente clásicos, cuyo atributo común, y a la par estigma, es con frecuencia ser ignorados o silenciados en su época.
La escritura brillante de nuestro último premio de las Letras, su estilo primoroso, pulido, a veces con derrotes galanos de invención léxica, siempre con una sintaxis musculada y al tiempo fluida, se adapta como un guante a las andanzas y publicaciones de los retratados. Su lustre elocutivo nos reconcilia, como de costumbre, con la literatura en estado puro, además lo pone al servicio de los menospreciados por unos u otros motivos. Así momifica, inmortaliza, por caso, a Silverio Lanza: «su rostro de cíclope con meningitis, su frente como un ariete, sus ojillos mefistofélicos, su nariz aberenjenada y sus barbas entreveradas de fideos e ironía», caricaturiza a Ramón Gómez de la Serna: «aspecto de botijo ambulante y voz de trompeta desquiciada» o amojona la dicción de Rafael Cansinos Assens: «su peculiar estilo talmúdico y churrigueresco».
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El apartado inicial, «Gavilla de malditos», procede en general de la sección que De Prada mantuvo en el ABC Cultural. Es un cajón de sastre, ordenado diacrónicamente por fecha de nacimiento, en el que abundan los estrafalarios bohemios anarcoides de la «gallofa madrileña», canónicos, si cabe tal etiqueta, «poetas del arroyo» de variopinto pelaje, «prole de desharrapados» a zaga de Gómez de la Serna, a quienes tanto ha glosado, compadecido y en la medida de lo posible ensalzado, sobre todo, por extenso, en el voluminoso ensayo de principios de siglo 'Desgarrados y excéntricos' (Alejandro Sawa, el valleinclanesco «prototipo trágico», Pedro Luis de Gálvez, protagonista de su mencionada novela, el increíble mirobrigense Iván de Nogales, Eliodoro Puche, Armando Buscarini, Mario Arnold y Gonzalo Seijas en el último escalón) en convivencia con falangistas revirados o esquinados (Margarita de Pedroso, Zunzunegui, García Serrano, Miquelarena o Mourlane Michelena), escritoras injustamente preteridas (Concha Espina o Carolina Nabuco) o excéntricos de toda laya y condición, incluido el poeta callejero charro Remigio González, «Adares», cuya sola semblanza bien vale por todo un libro.
El núcleo de este compendio heteróclito lo ocupa la figura, para mí desconocida hasta que no la vi citada en otros escritos del autor, del jesuita y polígrafo argentino Leonardo Castellani, al que tiene por su deslumbramiento «más perdurable» como lector y «faro en las noches oscuras del alma, mi consuelo en la tribulación, mi guía en la pesquisa de la verdad». Los fragmentos que aporta para fijar la exégesis de su obra son sustanciosos, no exentos de opiniones literarias arriesgadas y polémicas. Por las muestras es en efecto prosista singular, «arriscado», de encarnadura quijotesca, sin desperdicio. También aborda con más detenimiento a Elisabeth Mulder, nuestra aprendiz de Katherine Mansfield, a la que ha leído como al resto, menudo esfuerzo, de arriba abajo. Esta barcelonesa políglota, refinada, «espeleóloga de almas», «cernida de tormentas», a la par romántica y cerebral, sensual y distante, amor frustrado y frustrante de Ana María Martínez Sagi es otra de sus reivindicaciones y ojito derecho literario.
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Mulder cierra el epígrafe final , «Rosas de Cataluña», por tratarse de un ramillete femenino de escritoras de la muy valiosa «generación que floreció durante la segunda república» y que el autor, verdadero especialista en este periodo y en estas letras, se habrá ido encontrando, nos imaginamos, durante sus infatigables y laboriosas indagaciones con destino a esclarecer la biografía de la enigmática escritora Martínez Sagi, que han dado como resultado un primer acercamiento, 'Las esquinas del aire', y un doble y extenso volumen, consecuencia de su tesis doctoral, que vio la luz el año pasado, 'El derecho a soñar', fruto de un trabajo titánico, colosal, hercúleo, apabullante, de una magnitud que faltan adjetivos, no se me ocurre ninguno apropiado ahora, a buen seguro que De Prada, maestro de la calificación exacta, lo encontraría.
Este manojo de sugerentes bosquejos biobibliográficos está formado por la traductora, cinéfila y polígrafa María Luz Morales, pionera del periodismo catalán; la huidiza y borrosa narradora y articulista Elvira Augusta Lewi, evaporada durante la guerra civil; la famosa y luego desatendida, como muchas, novelista Mará Teresa Vernet; la irreverente y descarada, vitriólica Rosa Maria Arquimbau, narradora, prosista y dramaturga; la ampurdanesa Llucieta Canyà, polemista arrojada, con su exitoso eterno femenino; la poeta figuerense Carme Guasch, de la que destaca el libro «de duelo» por su marido; la intrépida reportera Irene Polo, apasionada y beligerante, hundida por su relación con Margarita Xirgu; la memorialista, en fin, sólo en catalán, creo que la única, Anna Murià. A todas ellas las levanta en unas pocas páginas con su verbo vibrante, entregado, pleno de brío, de nervio narrativo, como sucedía con el almacén de desahuciados del principio. La prosa inquisitiva con la que las perfila despierta la curiosidad; cada boceto vital y artístico a modo de entrada consigue alentar expectativas que impelen a rastrear más a fondo la trayectoria de estas mujeres, truncada por la contienda civil. Y a leerlas, como ha hecho, con detenimiento y fruición, el novelista zamorano. Mejor propósito y ventura no cabe desearle a un libro sobre la propia literatura.
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