artes & letras
'Todas las muchachas serán tuyas', de José Antonio Abella: memoria de juventud
libros
La primera novela póstuma del autor burgalés es un canto exaltado al amor y a la amistad, y a los principios que condecoraron su personalidad
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José Antonio Abella
Tuve la suerte, la inmensa suerte, de conocer a José Antonio Abella gracias a la pasión por la palabra que a ambos nos consumía y nos daba el aliento a la vez. Tuve la suerte de gozar de su amistad, de su ejemplo, de su ... consideración, de sus consejos y, en algunos momentos, de sus preferencias (que ahora no vienen a cuento), especialmente durante los cuatro últimos años de su vida. Y tuve la suerte (y el privilegio) de escuchar de su propia voz, esa voz tan adelgazada de energía durante sus últimos días, cuando solo eran unas galeradas pendientes de corregir, el comienzo de esta 'Todas las muchachas serán tuyas' que nos ocupa. Fue en su casa de Segovia, gozando por unas horas con sabor a despedida de su hospitalidad serena y la de María Jesús, «el azul de su vida, su gran y único amor», al que dedica esta primera novela póstuma -han de venir otras dos, todavía-, y del cariño un tanto receloso de Gorki, el amigo fiel que no terminaba de tragarse (quizás por instinto canino) que a mí me gustaran tanto los perros como los adoraba y defendía su amo.
Por eso, ahora, al leer con mi voz impostora el comienzo de la novela, en el que un infantil Abella de nueve años se queda prendado de miss Carla, la profesora de inglés, que acaso fuese más voluptuosa y curvilínea en sus recuerdos que en la realidad, no he podido contener unas lagrimas conmovidas y admiradas, por el amigo y maestro que ya no está y por la belleza con que José Antonio, aliado siempre de las letras y de los signos, se confabula con el abecedario para crear una de las descripciones más hermosas que he leído nunca para enaltecer la belleza y la sensualidad de un cuerpo de mujer.
Ese día, en que el sol lo inundaba todo en su casa museo de Segovia, me contó en qué se había basado para escribir esta novela, pero el muy zorro (aunque quizás debiera decir lobo, porque siempre sintió una fascinación recurrente por este cánido), como un tahúr, se guardó varios ases en la manga, y tengo que agradecérselo, porque así me he sorprendido página tras página con detalles desconocidos e inesperados, y con giros de guion que no me fueron desvelados en su momento.
Hablando de Abella, decía yo en una recensión anterior en este periódico (y tengo que agradecerle a José Ángel Zapatero que la haya reproducido en la contraportada de esta nueva publicación) que «nos encontramos ante un autor en estado de gracia, un novelista que ha entregado a los anales de la literatura novelas memorables…». Y, tras leer esta obra cuyo recorrido él no podrá conocer, no puedo sino reafirmarme en mis palabras. Hay autores que viven (y bien) de contar siempre la misma historia y con el mismo estilo, novela tras novela. No es el caso de José Antonio que, en 'La sonrisa robada', o en 'La llanura celeste' o en 'Aquel mar que nunca vimos' o en 'Agnus diaboli' o en 'El corazón del Cíclope' nos muestra su singular capacidad para narrar desde la ficción o la (presunta) realidad, en primera o tercera persona, a través de un narrador omnisciente o situándose él como hilo conductor de la trama.
Menoscuarto Ediciones
Todas las muchachas serán tuyas
- José Antonio Abella 232 páginas 19,90 euros
Esa narración en primera persona que triunfó en 'Aquel mar que nunca vimos' (que transita ya por su séptima edición abigarrada de siete mil ejemplares vendidos), vuelve a esta novela postrera que es, en realidad, un viaje íntimo a la memoria de la juventud, un diario extractado de aquellos años en que un niño, un bachiller o un estudiante de medicina se creía un héroe invulnerable capaz de comerse el mundo y de descubrir la felicidad detrás de cada puerta, de cada mirada femenina, de cada caricia efímera, de cada beso anhelado, y siempre escoltado por amigos leales o por perros vagabundos y parejas de guardias civiles.
'Todas las muchachas serán tuyas', es una novela, pero es, sobre todo, un canto exaltado al amor y a la amistad, y a todos los principios que condecoraron la personalidad del escritor, médico y escultor universal que Burgos parió y Segovia consolidó. En ella, José Antonio enaltece los valores de la educación y la sanidad públicas, manifiesta su pacifismo, su aversión insumisa por lo militar, hace una defensa encarecida de los animales (es categórico si tiene que elegir, por ejemplo, entre sus padres y un perro sarnoso, y cree que son mejores los seres irracionales que esa Humanidad por la que, sin embargo, siempre abogó a ultranza), apela a autores clásicos de nuestra literatura (Cervantes, Lope, Machado, Bécquer, Federico, Neruda, Knut Hamsun…) e insinúa su afán por conseguir la gloriosa condición de poeta que quiso ser sin nunca lograrlo, porque el poder de su prosa fue siempre demoledor, por más que sean numerosas las muestras más deliciosas de una poesía exquisita, entreverada entre la musculatura de sus palabras, y así aparecen en la novela expresiones afortunadas como ‹‹la ortografía voluptuosa de tu cuerpo convertido en ceniza, la saliva de las vocales en almíbar››, o tantas otras.
Pero, además de su elegía al amor y a la amistad, de su inclinación poética, de una inevitable crítica social, subyacen en casi todos los capítulos detalles de ironía y humor que son como esas sutiles e inapreciables descargas aromáticas de un vaporizador que nadie ha visto pulsar.
Y así, tras ese azaroso viaje juvenil de ida y vuelta en autostop de Burgos -otro protagonista, como el Cid, impertérrito de la novela- a Ibiza y Formentera, y de su recuerdo de todos esos eternos enamoramientos juveniles que duraban (por lo general) tanto como una ráfaga de viento, surgió el amor azul y verdadero y su correspondencia epistolar y un homenaje a la familia y alguna muestra de su instinto clínico y un final atípico y sorprendente, con cambio de voz incluido. Pero todo eso es mejor que lo descubran ustedes, manteniendo vivo a uno de nuestros autores contemporáneos más relevantes a través del mejor homenaje que puede rendírsele: la lectura vibrante de su literatura imperecedera; porque los cuerpos, como los sueños, mueren, pero su legado de palabras nunca se olvida.
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