Artes & letras / libros
'El amo de la pista', de Luis Mateo Díez: el fabulador sabio
NARRATIVA
La portentosa imaginación, el talento natural y el empaque y poderío del estilo del escritor leonés se mantienen intactos en su reciente entrega narrativa
'La belleza de traducir... poesía': Destino desconocido
Fermín Herrero
Sorprende, a la vez que maravilla, que tras tantas novelas, largas y breves, una veintena de cada, calculo aproximadamente, y una decena de libros de relatos, todas y todos cuando menos notables, la portentosa imaginación, el talento natural, filandonesco, y el empaque y poderío del ... estilo de Luis Mateo Díez no hayan mermado ni un ápice, se mantengan intactos en su reciente entrega narrativa, 'El amo de la pista', con visos de novela de formación enmascarada. Y eso que, en sus inicios novelísticos, alcanzó una altura difícilmente superable con 'Las estaciones provinciales' o 'La fuente de la edad', deslumbramientos literarios indelebles en mi juventud, renovados luego con la fundación de su reino de Celama en una trilogía no menos inolvidable.
Entre medias, antes y después, ha ido apuntalando su obra, su territorio narrativo, con novelas laterales, prodigio de inventiva y solidez de escritura, desde 'El expediente del náufrago' o 'Camino de perdición' a las anteriores al libro que nos ocupa, 'Juventud de cristal' y 'Los ancianos siderales'. Sin bajar nunca la guardia, con una prosa, de natural tendente al expresionismo, en permanente estado de gracia expresiva, con la que disfruto un montón, hecha a partes iguales de precisión lingüística y manejo incomparable de giros y dichos coloquiales, naturalidad en los diálogos, dosis justas de trazos líricos, balizamiento mediante motivos reiterados, abundante humor guasón, aquí escorado hacia lo lujurioso y procaz, con ribetes irónicos, ingeniosos o hiperbólicos, un festín, en definitiva, de creatividad al tiempo realista y fantasiosa.
Justamente en una de las «ciudades de sombra» fantasmales, ruinosas, del universo de Celama, Borenes, transcurre esta nueva novela, digamos periférica, de su quehacer narrativo. El protagonista, huérfano, vive al principio, y no sabemos si volverá tras haberse quedado en la calle por su conducta inmoral, en el barrio de la Consistencia, con sus tíos, el hosco Romero y la jacarandosa y cachonda Calacita, al cabo confidente, en un invierno climatológico e íntimo muy celamiano. Por completar el cronotopo diremos que la historia discurre de manera lineal, con saltos temporales adelante y atrás, hacia mitad del siglo pasado, en virtud de la impronta católica en lo personal y lo público, del ambiente escolar en el que hasta los bedeles «tienen la mano larga» o las pinceladas costumbristas: una exquisitez gastronómica, por caso, son las ancas de rana «guisadas con mucho pimentón o fritas con harina y ajo».
Alfaguara
El amo de la pista
- Luis Mateo Díez 296 páginas 19,90 euros
En el arranque, la novela parece responder, si bien luego se diluye, al típico esquema protagonista acoquinado, aturdido, consentidor, versus antagonista chulesco, ufano, macarrilla, mistificador, en torno al poder y sus obscenos, corruptores tejemanejes. Menudas figuras ambos. También, como es marca de la casa, los secundarios, estrafalarios, estrambóticos, son de aúpa: el viajante de paños, tan de la cosecha reserva del autor, Lombardo, lugarteniente del abusador, con el que el protagonista comparte habitación en la pensión Estepa; la muy graciosa Osmana, que habla de sí misma en tercera persona como las celebrities de la tele, una «adusta turca» de «ordeno y mando», con muchos humos y dos sirvientas moscovitas sibilinas, sinuosas y sigilosas; unos balcánicos fantasmales, siempre emboscados; la cinéfila e impulsiva Denís; el exseminarista, sin el acento esdrújulo de 'La Celestina', Parmeno… da la impresión de que, a la usanza habitual de sus novelas, Díez se atiene a la poética sobre la aparición de los personajes y su configuración que bosquejara en el segundo texto de, precisamente, 'Desayunos en el café Borenes', «Un callejón de gente desconocida», siguiendo, creo, una intuición de su admirada Irène Némirovski.
Y qué delicia, aparte de la eufonía, esa manera de bautizarlos, como a los lugares, en relación directa con su manera de ser o sus características, recurso procedente de una tradición en nuestras letras, de la que bebe y se alinea, junto con la de la picaresca, Díez, y que parte de la retranca goliardesca del presunto Arcipreste de Hita en su 'Libro de buen Amor': Trotaconventos, doña Endrina y don Melón, doña Cuaresma y don Carnal o la Chata serrana. El amo de la pista, en sus alturas de mangoneador que todo lo ve, se llama Cirro Cobalto, y su víctima favorita, el narrador-protagonista, Cantero, pues le toca picar piedra en la vida de continuo. Y la acción nos lleva, en gozoso extravío, por parajes y rincones de la ciudad como los barrios Caldera o el Exordio, el parque de Medianía, el bulevar de Recintos, la plaza Regalada, el patio de Vehemencia, la avenida del Solsticio, los cementerios del Consumado y la Plegaria o las calles Denuesto y Diáspora, por citar algunas denominaciones que he paladeado con fruición.
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Pero, cuidado, caute, que diría Spinoza, no nos quedemos con el mero devenir y desarrollo de los acontecimientos, circunstancial, azaroso, simplemente un trampantojo. Como siempre en la narrativa del último y merecidísimo premio Cervantes, esta fábula con melancólicos aires cervantinos, un punto rocambolesca y desvariada, está puesta al servicio de un tema de fondo esencial de nuestra triste condición humana y que la sabiduría escéptica, de raigambre estoica, del autor nos administra como quien no quiere la cosa, para avisarnos y prevenirnos, aunque sin sermón moral alguno, ni insinuación siquiera, sobre el secreto y misterio existenciales. Allá cada cual, claro, con sus precauciones. En este caso, se trata de nuestro insaciable, demoledor para el prójimo, afán de dominio, presente de entrada en el título (recordemos aquello del «puto amo» del ministro pucelano desbocado por las redes sobre su jefe y presidente) y alentado por una sociedad de un individualismo enfocado al empoderamiento y allá te las apañes.
«La vida no es para los pardillos», le advierte Cirro a Cantero, a quien todo el mundo amedrenta y pisa. Y tanto. Me temo que para comprender en sus justos términos el sentido de esta ficción desaforada hay que pertenecer a la humanidad de los pobres de espíritu, los débiles de carácter, los tímidos, los apocados, los cohibidos, los atolondrados, los pusilánimes, los de «actitud medrosa y encogida» y «cortedad de ánimo», los flojeras en sentido amplio. Quienes por desgracia nunca conseguiremos quitarnos en el trato con los demás este estigma sabemos cuánto cuesta aprender a defenderse, aunque sea lo mínimo, y qué cerca andamos en cada relación de someternos, para entrar a formar parte de los definitivamente descarrilados y desamparados, como parece que le sucederá al pobre Cantero, de no mediar alguien que lo recoja sin aplicarle, hasta su abatimiento total, la «vara alta» y «el mando en plaza».
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