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PORTADA

Una nación en un telegrama

MARCIANO SÁNCHEZ

Labedor de que la crítica literaria ha de ser siempre tan precisa como escueta, no se me ocurre mejor forma para destripar este catálogo de artículos menores que la telegrafía. Empecemos pues.

Uno. Por mor de cuantificar en el libro sobran más o menos una docena de capítulos, puros «refritos» con pretensiones. Aunque sea un poco empezar por el final, se cierra este «invento/nación» con Fernando III que, a fuer de anacronismo, es también un disparate geopolítico. El «invento», de inventada, es posterior pues culmina –o quizá empieza– con la Generación del 98. En el capítulo treinta y uno, por ejemplo, se descalifican obras y autores por falsarios y mendaces, pero se nos hurtan sus palabras. Del prólogo, qué decir, se podrían salvar parcialmente las veinte últimas líneas. El remate, o sea, epílogo y bibliografía, es «prestado» y de intención selectiva. Llama la atención en toda la obra la curiosa relevancia otorgada a lo musulmán o moro.

Dos. Es «historiografía de época», con «mal de época». Un querer conocer desde el presente proyectando el hoy sobre el ayer, la ideología dominante de hogaño sobre lo antaño. Se ignoran las lenguas romances, eso sí, que no falte la loa al catalán. Sin embargo, flaco favor se le hace a una lengua –que sí lo era entonces y no dialecto–, el leonés, origen natural del castellano, que aparece arrinconada. Del castellano quepa decir que, cuando lo hay, aparece como poco singular o, incluso, cuestionado. Inútil, por tanto, toda la tesis para el estudio de las palabras.

Tres. Cartografía, ni un mapa. No se capta en ningún caso información arqueológica, topográfica, ni toponímica. El romancero, rico para el «invento» pero en la práctica ausente. No están los Jueces, y hay regodeo en el «trapacero» Fernán González y su mito fundacional. Por tanto, nada claro en cuanto al qué y hasta el dónde. Parece no saberse qué es mito y origen; tampoco mitemas o procesos mitopoyéticos; o sea, lo importante. Para escribir sobre cosas así, hay que saber mítica, que no mitología; es otra cosa. Su temática exige mínimos: saber más y de más cosas, no repetirse y menos hacer mito o leyenda de lo que se quiera. Camino de Santiago: el Francés, no más; pésele pues a otros importantes para la «Castilla fundacional». El arte, leído, dice mucho, pero sin duda es más que un puñado de escultores y un poco de románico francés. También lo hubo autóctono.

Cuatro. Los visigodos, bárbaros y tontos. Los arabizados sirios y muqhatilas árabes, si es que algún quraysí originario hubo, listos, valientes, cultos, tolerantes y desinteresados. Más que mito parace tópico. Fernando I creó el reino que no la nación. Alfonso VI, venerado, inepto, «hedónico» xenófilo, un señor que dejó los reinos que le cayeron en suerte hechos unos zorros; genial empero por europeísta. A los hispanos nos «pirra».

Cinco. Tópicos hasta el infinito: León el pasado, Castilla el futuro. La «tierra de nadie», la tolerancia musulmana, los pobres y desnutrido cristianos... si fueran verdad. Una «nación inventada· de estampita. Historia ¿diferente?, pero si cuenta lo mismo que todas. Claras fobias, extrañas querencias; con una apuntada castellanofobia «en línea· y una castellanofilia a convenir. Tampoco faltan gracietas y cardos (charco lleno de lodo) y sobra «literaturización».

¡Pena de oportunidad perdida! O mejor, destrozada. Hay un mérito: intuye algo sin saber verlo.

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