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El mito. El principio

En el origen fue la leyenda. Después vino la historia que, en suma, no es más que un mito travestido de certezas e incertidumbre

FERNANDO CONDE

El mito es a la historia lo que Dios a los hombres; es decir, una explicación a escala antropomórfica de todo aquello que las fuentes, los datos y las evidencias no alcanzan a recoger ni a desentrañar. Por tanto, aquí no cabe preguntarse qué fue antes si el mito o la historia. La respuesta es obvia. Aunque con el correr de los años el estudio de la mitología, ya sea desde un prisma filológico, histórico, psicológico o simplemente eclecticista, ha engendrado múltiples corrientes y ha servido de excusa para el nacimiento de no pocas escuelas, uno sigue creyendo en Mircea Eliade y en Dumézil; y antes que en estos, en Max Müller, tenido por padre de la mitología comparada, y en Feuerbach; y antes, en Hume; y antes en… así hasta aterrizar en Evémero de Mesina que es quien nos ofrece la clave de todas las mitologías allá por el siglo IV antes de nuestra era (como casi siempre, a un buen final se llega volviendo irremisiblemente a su principio).

Para el mesinés los dioses son personajes históricos difuminados en la memoria colectiva de los pueblos y, por tanto, como sucede habitualmente, distorsionados y devenidos en seres de una dimensión fantasiosa y sobrenatural. Y esto, digan lo que digan las teorías más modernas, es común a todas las mitologías que, en el fondo, son el germen de todas las religiones mucho más que de la propia Historia (me contradigo, sí; ¿y qué? ¿Acaso no lo hacen todos los exégetas de la Historia?).

No es plaza ésta para delirar sobre la mitología comparada a gran escala, pero sí, al menos, sírvanos el foro para dar cuatro o cinco trazos de brocha gorda sobre el espejo en el que se miran todos los mitos.

La triada

En todas las mitologías, incluida por supuesto la cristiana, se recogen morfos y topos comunes. Mitemas los llamó Levy-Strauss, arquetipos Jung y mitologemas Kerényi en su libro La religión antigua. Los tres términos se refieren a elementos y personajes que se repiten constantemente. Por ejemplo, un dios (o dioses), un héroe y unos mortales conforman la tríada que atraviesa constantemente las lindes que separan, por lejanas que éstas sean, unas culturas de otras, para instalarse. El Zeus Pater griego, el Ius Piter romano o el Dyaus Pitar indio son buena muestra (y una sola, a juzgar por la etimología de sus nombres) de esta necesidad de un dios creador; también están los Odín, Quetzalcóalt o el gran Ra egipcio.

Por su parte, los héroes, mitad hombres, mitad dioses como el griego Heracles, pululan de unas memorias a otras. Luego están los héroes fundadores como Eneas, Gilgamesh o el irlandés Manannan, investidos de ciertos poderes, magias o tocados por el hálito vital de alguna divinidad suprema. Bien estudiados por Campbell en su obra El héroe de las mil caras. Y, por último, están los hombres, a veces geminados, como Caín y Abel, como Rómulo y Remo, o como los mayas Hunahpu y Xbalanque. Una geminogénesis de nuevo recurrente que da origen al nacimiento de pueblos siempre, indefectiblemente, elegidos por lo dioses.

Como bien dejó escrito Octavio Paz en “Las peras del olmo” es el jeroglífico de nuestro destino

Sin embargo, van mucho más allá las concomitancias entre unas mitologías y otras. El famoso asunto del diluvio, sin ir más lejos, y del consiguiente hombre elegido, se repite por los confines de la tierra con recurrencia cuando menos sospechosa. Deucalión y Pirra, en la tradición grecorromana, Utnapishtim en la tradición sumeria, o nuestro Noé son personajes enclavados en una misma encrucijada que se repite con exactitud en decenas de corpus mitológicos, desde la India hasta la Tierra de Fuego austral.

¿Y qué decir de la misoginia? Otro asunto mitológicamente recurrente si tenemos en cuenta que nuestra Eva paradisíaca contagia su infausta curiosidad a la Pandora de los griegos –o quizá a la inversa-, y esta última parece haber impartido un máster en maldad y perdición a la Helena de los troyanos.

Pero las similitudes no acaban ahí. El tiempo y la cábala de los números son otro argumento en favor del comparativismo. El siete, como cifra mágica que engloba el principio, el transcurso y el fin de toda acción, no sólo se circunscribe a la creación bíblica del universo. Así canta, por ejemplo, Gilgamesh su lamento por la muerte de Enkidu, su compañero: «Lo he llorado siete días con sus noches…». Y a este mismo Enkidu es a quien Gilgamesh trata de convencer, enviándole a una prostituta llamada Shamhat, de que una vida en común es mejor que una vida en soledad. Con ella estuvo Enkidu copulando siete días y siete noches. Una forma de convencer como otra cualquiera.

Mitos comunes y redundantes que surgen en la raíz originaria de todos nuestros pasados, como una embriogénesis de la Historia común. Mitos que nos hablan del principio de todo. Porque en el principio fue el mito, y el mito, como bien dejó escrito Octavio Paz en «Las peras del olmo, es el jeroglífico de nuestro destino»

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