artes plásticas
La inmensidad íntima de Joel Shapiro
El artista, que ha ido modulando sus obsesiones a lo largo de sus 40 años de trayectoria, se ha hecho un hueco propio en los complejos «pasajes» de la escultura moder
La inmensidad íntima de Joel Shapiro
La fórmula «menos es más», de raigambre minimalista, junto a la sentencia mística de que «el buen dios está en los detalles» ha tenido un influjo enorme en las tres últimas décadas del siglo pasado; de la arquitectura a la gastronomía, de la moda a ... la escultura, de la escritura a la música, el reduccionismo ha terminado por imponerse como el estilo internacional tras la oleada pop que vino a cerrar el gestualismo matérico que fue el código vertebral del modernismo estético. Joel Shapiro (Nueva York, 1941) es, sin ningún género de dudas, un «heterodoxo» de esa corriente que tiene como grandes exponentes a Donald Judd, Sol LeWitt o Agnès Martin. Si sus primeros trabajos tenían que ver con esa tendencia, afín como es sabido al plegamiento conceptualista, con esculturas de formas geométricas simples, no ha sido, en sentido estricto, un seguidor ortodoxo de ese nominalismo obsesivo. Ajeno a la geometrización y rigidez canónica de los «objetos específicos» y contrario a las propuestas «desmaterializadoras», Shapiro apostó por un estilo personal en el que va de lo arquetípico a la evocación poética.
Uno de los gestos escultóricos decisivos de Shapiro es tan sencillo y radical como el de colocar sus piezas directamente en el suelo, completando el proceso de desaparición del pedestal, que los teóricos del género remontan a Rodin. Este creador recurre a formas fácilmente reconocibles y esquematizadas como las de la casa, la silla o el puente que presenta en escalas reducidas y en materiales de alta densidad. Se enfrenta, como ha aclarado, a lo que se denomina «strong art», esto es a los planteamientos escultóricos que recurren a obras físicas imponentes, de tamaño enorme que sofocan los espacios expositivos. Javier Maderuelo, en su libro de referencia La idea de espacio, ha subrayado la importancia de una pieza sin título que realizó Shapiro en 1973; se trata de una pequeña escultura (de 14x17x12,7 cm), realizada en hierro fundido, con el estereotipo de la «casita». «La presencia de esta obra es -apunta Maderuelo- paradójicamente considerable, su influencia en la escultura posterior también. Para conseguir esa cualidad, el autor se ha servido de dos propiedades: hacer expresar a la escultura la cualidad de objeto macizo y pesado, y aislar el objeto, alejándolo del alcance del espectador y aislándolo de su relación visual con otros objetos, de esta manera “la casita” pierde toda referencia de tamaño». Esa obra obliga al espectador a mirar hacia el suelo y a colocar el objeto en una perspectiva que hace que aparezca lejano y al mismo tiempo seductor. En cierto sentido, lo que contemplamos es un paisaje que tiene tanto de infantil cuanto de metafísico, adquiriendo la obra de Shapiro una cualidad extrañamente memorable.
Apuesta por lo manual
Shapiro ha sido distinguido con el Premio Gabarrón de las Artes por una carrera de enorme coherencia y rigor en la que durante más de cuarenta años ha ido modulando sus obsesiones, trabajando con materiales como el bronce o tallando de manera tradicional piedras o incluso a partir de los años ochenta entregándose a trabajar con entusiasmo con maderas. Frente al acabado industrial del minimalismo, Shapiro apuesta por lo manual, sus formas primordiales, esos paralepípedos que coloca en barrocas tensiones alegorizan la gravedad de la vida, la huella que deja la realidad en nosotros y las huellas que somos capaces de imponer en la vastedad del mundo. En los completos «pasajes» de la escultura moderna este artista tiene un lugar propio que nos hace recordar aquella idea que propusiera Bachelard en La poética del espacio de «la inmensidad íntima». Frente a la lógica de los no-lugares, Shapiro parece que intenta reclamar un modo poético de pensar nuestros modos de habitar. Se trata, una vez más, de afrontar una inquietud familiar y de volver a imaginar una casa en la que pueda germinar la esperanza.
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