Esperando a los bárbaros
Tal y como Konstantin Kavafis detectara en su conocido poema, nuestra civilización, ya desde su sustrato grecolatino, ha manifestado una periódica pulsión de autoaniquilamiento, una extraña propensión a inmolarse a manos de quienes vienen de fuera a destruirla. En ésas estamos y por ahí cabe ... adentrarse en el significado del poemario con el que Carlos Aganzo cierra una trilogía que radiografía nuestra sociedad desde diversos ángulos, siempre a través de una mirada íntima.
No es de extrañar, en este orden de cosas, que ya el primer poema —espléndido, como tantos, de esta nueva entrega lírica, la séptima, del autor— evoque, a partir de la contemplación de un mosaico de los restos de la villa del término vallisoletano de Almenara-Puras, la caída del imperio romano, atomizado en suntuosas mansiones patricias donde, lejos de la metrópoli, con altivez y cierto diletantismo, «entre las sombras de la tarde infinita», se aguardaba su inevitable desaparición. Y como Las flautas de los bárbaros presenta una trama estructural muy compacta, los poemas siguientes son una continuación del contenido-marco del primero: la casa romana convertida en bastión de arquitectura disuasoria por fuera, pero santuario, reducto de la escritura y la pasión amorosa por dentro. Antes, el texto inicial funciona como poética exenta que fija el sentido del conjunto: en él se contraponen nuestra cultura secular y su punto culminante («la voz de los poetas»), unida a la hermosura de lo natural («la antigua fragancia de los tilos»), de la música y de la mujer («tu piel estremecida») al viento devastador que se acerca, que está aquí.
De lo anterior se desprende que sobre el libro gravita un inconfundible aliento clásico, desde la misma temática de los poemas a la presencia de topois, lo que determina el tono, que es siempre el mensaje. Aunque en ocasiones asoma, como en el texto de la caléndula que ilumina la habitación de un jardinero y lleva en sí misma la primavera entera o en alusiones como la de la rama «flexible» que nunca será tronchada, pues «en su debilidad está su fuerza», una atmósfera oriental, donde la levedad y la delicadeza intentan atenuar lo que se avecina. Y siempre inmerso en la tradición castellana: de la música callada de la armonía del mundo como antítesis de la barbarie y el ciervo vulnerado sanjuanistas a reminiscencias del olmo machadiano o los álamos cantores del Duero romanceados por G. Diego.
Sin recurrir a un sesudo tratado ensayístico, C. Aganzo ha sabido verbalizar con precisión lírica las vísperas del desmoronamiento de nuestra sociedad posmoderna tardocapitalista. Conviene tomar buena nota de este aviso, máxime procediendo de quien procede y considerando su experiencia sobre la «actualidad». Si bien, frente a los presagios funestos (lobos y jabalíes que rondan, amapolas sanguinarias), nos invita a aprovechar a fondo los placeres del instante y en especial el amor, única salvación, aun efímera. Así, canta la belleza del mundo, tan vulnerable: la canción de los manantiales en la otoñada, el cielo que sostiene el alma alada de los pájaros, el color del carbonero, el lustre del acebo…Precisamente porque es frágil como la vida y está siempre en peligro.
Ver comentarios