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Artes&Letras / Libros

«Aquí nací, aquí han de enterrarme»

El «contador de historias» José Luis Gutiérrez recoge el testimonio de los «resistentes» de la Raya y el Poniente zamorano-leonés en ‘Cuaderno de últimas voces’, ilustrado con acuarelas de Leticia Ruifernández

José Luis Gutiérrez junto a la ilustradora Leticia Ruifernandez, en Villalube del Pan, uno de los municipios zamoranos incluidos en el libro

Camino Monje

«Cuando empezó la desbandada no nos dimos de cuenta, (...) no nos dábamos cuenta de la tristeza que nos iba a venir». Prudencia Garrote habla de la despoblación en Monumenta, pero su relato podría estar ambientado en cualquier otro pueblo de la misma comarca de Sayago y a tantos más de la provincia de Zamora, de toda Castilla y León y del resto de España. «Somos veintitrés todo el año (...) la última que nació aquí va a tener veintiséis años».

La peripecia vital de Prudencia se parece mucho a la de otros habitantes de la zona con los que coprotagoniza las páginas de ‘Cuaderno de últimas voces, historias de vida del Poniente y la Raya’, del «gaitero, cantador, bailador y sobre todo contador de historias» José Luis Gutiérrez García y de la pintora e ilustradora Leticia Ruifernández. Comparten, entre otras cosas, la condición de resistentes «en un entorno que se extingue»; no han querido contribuir a la desbandada y a la tristeza de las que habla Pruden. «Cada entrevistado es un héroe, un resistente que ha decidido aguantar ahí en su sitio, como los árboles, ‘aquí nací, aquí me quedo, aquí han de enterrarme’», anotan los autores en el prólogo. «Aquí nací y no sé donde me moriré pero quiero que me entierren aquí», repite más adelante Leonardo Sastre, de Gáname.

«Tienen en común una conformidad con su situación y una sabiduría que nada tiene que ver con la información o con el acceso a unos estudios que a casi todos se les vedaron en su momento y sí con su capacidad de adaptación a las circunstancias y a un medio duro y hostil», señala Julio Llamazares en el epílogo que acompaña a la una veintena de testimonios de cabreireses, sayagueses y alistanos, entre ilustraciones de Leticia Riufernández.

Prudencia Garrote entró a la escuela con cinco años y la dejó a los nueve (la sacaron, matiza ella) para ir con las ovejas al monte, donde creció acompañada por el miedo, «a los perros rabiosos», «a las tormentas»... Un caso prácticamente calcado al de Rosa Olivera en Sejas de Aliste: «Con las ovejas anduve yo diez años, desde los doce, no salí de la escuela, me sacaron mi padre y mi madre, pa ir con ellas». Felipe Lorenzo, de Fresnadillo, aprendió también pronto el oficio de pastor, a los nueve ya era zagal, «cuando había que caminar a por cada bocado». Rafaela Alonso, de Porto, araba con catorce, además de aprender a cocer el pan.

«El trabajo lo he conocido desde que tengo entendimiento, éramos cinco hermanos, de trece años ya fui para la siega, para Villarmayor, de atador», cuenta en Fermoselle Cristino Xavier Miranda. Hoy ya fallecido, Dictino García, de Silván (León), se hernió segando a los 11 años, después fue herrero y albañil y emigró a Suiza, pero volvió en cuanto pudo. Su nieto, Edilberto Rodríguez, el único veinteañero del ‘Cuaderno de últimas voces’, ha decidido quedarse de cabrero en Pombriego. Representa en solitario a los jóvenes que todavía se aferran a las raíces, habla «chapurreado» (pachuezo), sabe de concejos y hacenderas y tocar la pandereta que él mismo ha hecho.

En los recuerdos de los mayores se suceden historias de lobos, contrabando, maquis, y supersticiones, pero una y otra vez se vuelve al trabajo aprendido en la niñez, a la escasez de la tierra y los tiempos. «Si fuera música todo el hambre que hemos pasado habíamos bailado setecientos años, como Matusalén», dice Cristino. Rosa Olivera evoca los «filandares» donde las mujeres hacían toda la ropa de la familia, los manteos que se «gastaban» «todos los días del lado de al revés y los domingos del lado de al derecho». Es la mujer de la portada del libro, recientemente fallecida. «Para bailar la jota ya no estoy, hago noventa y cinco años en agosto, te canto lo que quieras, eso sí, que poco a poco hila la vieja el copo», proponía en 2018, durante uno de los encuentros con los autores.

Una de las ilustraciones de Leticia Ruifernández incluidas en la obra

También se repite el lamento ante el abandono imparable que no han dejado de ver desde la atalaya de los años: «el invierno aquí no queda ni Cristo. De que se ponen malos, llegan los hijos y arrean con el viejo, esa casa ya queda perdida, y perdido está todo, hay más casas vacías que con gente», cuenta Felipe Lorenzo, quien a su llegada a Fresnadillo no encontraba casa donde vivir porque estaban todas ocupadas. Domingo Carvajal (arriero de Cibanal de Sayago) recuerda que en los sesenta y setenta «había gente a racimos», nada que ver con el panorama de medio siglo después, «en este pueblo sesenta deben quedar».

«Quieren acabar con todo, cuando el otro día sentí que el hijo del Trump ese había venido a un pueblo de Teruel a cazar, me dio una tristeza honda pensar que esto va a ser para que venga la gente que tiene dinero a cazar aquí, por diversión», concluye Prudencia. Páginas atrás, Ángel Sastre (de Gáname) apunta una de las causas que explican el abandono forzoso de la tierra: «Hace cuarenta y cinco años, se dice pronto, un cordero valía cinco mil pesetas, hoy pasando el día de Reyes treinta euros, ¿qué hemos mejorado en toda la vida? nada».

Los «filandares»

Pese a todo, la memoria se detiene en lo bueno, las reuniones vecinales en seranos y «filandares», las celebraciones de boda que duraban tres días, las rondas, los bailes. «Lo que más me ha gustado en la vida es el baile, era la primera en ir y la última en marcharme», dice Maruja Domínguez, que junto a su hermana enseñó a leer a su madre y tocaba la pandereta «sola en el monte» mientras cuidaba las vacas. «Mocear claro que moceé, mucho, mucho me gustó el baile», reconoce Leonardo Sastre, para quien el servicio militar fue «la vida regalada», un paréntesis para volver después «a doblar el lomo».

En el trasfondo, una forma de vida con valores también perdidos a los que alude, de nuevo, Prudencia Garrote: «había una solidaridad, forzada, pero solidaridad, si alguno quedaba para atrás en la siega, se iban todos a ayudar, te podía pasar a ti; ibas, no estaba escrito en ninguna parte, salía de tu misma necesidad».

El testimonio de otro tiempo se enriquece con detalles que aportan María Méndez (Nuez de Aliste) , Pepe y José Luis Píriz (Pinilla de Fermoselle), Dolores Sastre (Fornillos de Fermoselle), Josefa Marcos y Miguel Martín (Villaseco del Pan) y Enrique Carracedo, Dominica Carracedo y Rogelio Carracedo (Porto), hasta completar el repertorio de esas veinte ‘últimas voces’ reunidas en el libro.

Sus relatos en primera persona y medio centenar largo de acuarelas ilustran «un viaje a lo cotidiano, a la vida sencilla y a la memoria de las gentes de la Raya». El zamorano José Luis Gutiérrez se ha limitado a escuchar y a reproducir lo contado por los «informantes». Leticia Ruifernández, a retratarlos, junto a sus paisajes vitales, en acuarelas condicionadas por el clima del momento; «se iban transformando a medida que contaban la historia», comenta la ilustradora.

El resultado, ‘Cuaderno de últimas voces’, es una cuidada edición apaisada, al modo de una libreta de trabajo de campo, con la que ha nacido el sello Papel Continuo. En cuanto al contenido, escribe Julio Llamazares, «si lo que sus autores pretendían con él era trasladar los últimos balbuceos de una cultura, la de la Raya y el Poniente zamorano-leonés, que desaparece con sus protagonistas, y hacerlo con respeto y dignidad no sólo lo han conseguido sino que les han dado a aquéllos una oportunidad única en sus vidas, que es la de mostrarle al mundo (ese mundo que los marginó y desdeña, todavía hoy los desdeña) su gran calidad moral y humanística, tan poco habitual en los tiempos que corren».

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