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Fernando Conde - Al pairo

Adornos navideños

«Pero aquí, en la laica y laicista Francia nadie parece tener complejos a la hora de utilizar estos símbolos del cristianismo»

FERNANDO CONDE

¿Por qué seremos los españoles un pueblo tan acomplejado? ¿De dónde nos viene tan acusado sentido del ridículo, tantas ganas de demostrarnos a nosotros mismos que nada nos importa... cuando nos importa todo? ¿Por qué seremos tan visceral en nuestras filias y fobias, tan extremos, tan de blanco o negro, del Madrid o del Barsa, de Joselito o de Belmonte...? No es fácil saber por qué, pero lo cierto es que lo somos; que así somos. Y quizá también sea cierto eso de que los españoles somos buenos en el amor, pero aún mejores en el odio. Si no, cómo explicar tanta inquina hacia determinadas costumbres nuestras, hacia ciertas tradiciones, hacia todo aquello que represente cualquier cosa que no nos represente. Eso ha sido así desde que Hispania lo es y ni siquiera la hibridación con otros pueblos y otras culturas a lo largo de los siglos nos ha mejorado. Y tampoco es que con la modernidad hayamos cambiado demasiado. Ni que las nuevas generaciones, que ya no votan a las opciones de sus padres, hayan dejado atrás el estigma. Y una prueba de ello son las navidades y, más concretamente, el modo de celebrar su advenimiento en calles y plazas públicas.

Un servidor perpetra esta columna desde el sur de Francia, desde esa Aquitania a la que los franceses más ilustres y adinerados peregrinan en verano para hacerse con un pedacito del sol hispánico, que por estos lares se despista de vez en cuando. Y al pasar por cualquier de sus pueblecitos uno se topa con calles engalanadas con motivos y adornos típicos de Navidad: estrellas, árboles, figuras de Rey Mago... bien es cierto que amalgamados con personajes de otras tradiciones más nórdicas y no necesariamente cristianas. Pero aquí, en la laica y laicista Francia nadie parece tener complejos a la hora de utilizar estos símbolos del cristianismo. En cambio en España, donde la tradición religiosa está inserta hasta en el calendario festivo, el asalto de los fantasmas del confesionalismo nos lleva a celebrar la Navidad, fiesta religiosa de primer orden, sin sus adornos, y a hacer malabares para que no parezca lo que es. El odio de determinados sectores de población y determinadas opciones políticas hacia todo lo religioso se convierte así en una suerte de complejo absurdo que obliga a celebrar sin que lo parezca. Y en eso estamos y así vemos pendulear en las alturas extraños arabescos, figuras imposibles, luces desvirtuadas y toda una panoplia de inverosímiles muestras de respeto que tampoco quieren serlo. Y para qué tanto escorzo, si lo cierto es que el cristianismo en Europa -y en buena parte del mundo- se está suicidando. A lo mejor en unos años ya sólo pervive en el fondo del alma de quienes tanto lo odian.

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