El arte nuevo de hacer un Lope

Un señor que tiene en su mesilla de noche Poeta en Nueva York necesariamente tiene la mente abierta para dirigir un teatro moderno, por muy clásico que sea el autor. Ese director es Sergio Peris-Mencheta , que conoce los clásicos españoles y todos los intríngulis del teatro moderno americano. Con su saber y su creatividad logra alcanzar el arte de ofrecer un Lope de Vega de hoy que puede ser disfrutado por cualquier persona que tenga la sensibilidad de la cultura inteligente. Es lo que ha hecho con Castelvines y Monteses .

Si el «nuevo arte» de Lope supuso una rebeldía contra todas las normas del clasicismo, el arte de Peris-Mencheta es el de la desenfadada libertad creativa para poner en escena los textos de otros autores. Si cabe, es muy lopesco porque es muy libre, porque le gusta la mutación de escenas y el movimiento y no se somete a las tiranías de la linealidad de la acción o del tiempo y el espacio.

Quien piense que Romeo y Julieta , de Shakespeare, tiene mucho que ver con Castelvines y Monteses , de Lope de Vega, hay que decirle que sí, que tienen en común las fuentes que relatan la historia de amor de los amantes de Verona; las dos fueron escritas en la misma época, finales del siglo XVI, y ambas son obras fascinantes, pero, mientras la del inglés acaba en tragedia, en la del español, escrita en clave de comedia, termina con final feliz. Me encanta el punto de vista positivo que aporta la fuerza indestructible del amor con el que el «Fénix de los ingenios» resuelve el conflicto de estos enamorados, frente a los que tan universalmente trágicos dibujó el dramaturgo de Stratford-upon-Avon.

Sergio Peris-Mencheta, con la Compañía Nacional de Teatro Clásico y Barco Pirata Producciones, ha creado sobre el texto lopesco una grandiosa fiesta del teatro, consiguiendo, con mucho ingenio y trabajo, un espectáculo lleno de humor, juego, música, magia, acrobacia, clown, baile...donde el verso clásico se sigue diciendo muy bien, aunque a veces un soneto venga a ser la letra de una canción pop. En realidad, el espectáculo que ofrece es una obra de teatro musical ubicado en la Italia de la grande bellezza , pero a la vez muy de Broadway, consiguiendo una propuesta juvenil que nos recuerda al musical West Side Story . No son en modo alguno ajenos los toques de cine negro o del western. El teatro perismenchetiano tan musical también se acerca al modelo barroco español, pues este era siempre una gran fiesta en el que la música es protagonista esencial. Y no hay que olvidar que estamos ante un teatro de texto en el que los diálogos se suceden al ritmo que la acción lo exige. Si la creación lopesca está llena de vida, en esta puesta en escena lo vital se multiplica con la fuerza genial y la miscelánea de detalles que aporta el creador de esta pieza para el público de hoy.

Si la dirección es de un genio, el trabajo actoral del numeroso y variado elenco es sobresaliente, con esa capacidad para dar vida a personajes dispares y llevando un ritmo endiablado durante las más de dos horas de función. Son trece actores y actrices muy versátiles, que, además de interpretar sus papeles de forma soberbia, son músicos, cantan, bailan, trepan y se mueven con un perfecto dominio del cuerpo en un escenario en permanente cambio de planos. Son ellos y ellas, Aitor Beltrán, Almudena Salort, Cintia Rosado, Gonzalo Ramos, Andreas Muñoz, Julia Roch, María Pascual, Natxo Núñez, Óscar Martínez, Paula Iwasaki, Xabier Murúa, Xoel Fernández e Ignacio Rengel , quienes, con su interpretación y una dicción muy estudiada -acento italiano incluido-, consiguen ese interesante producto final, esa obra redonda, fascinante, divertida, amena, mágica, que no da descanso al espectador de tanta energía como desprende y que los actores transmiten sin tregua. Es realmente emocionante ver esta versión de Castelvines y Monteses .

La escenografía de Curt Allen parece sencilla, dos muros enfrentados, con una gran zona intermedia, que representan a cada una de las familias del conflicto. Es de una funcionalidad extraordinaria para construir espacios asaz bien diferentes. La transformación continua, en la que los propios actores realizan función de tramoyistas, asombra por la cantidad de posibilidades que ofrece. Las proyecciones sobre el fondo son esenciales en la configuración de algunas escenas, y algunas de ellas asemejan a las imágenes en movimiento que tanto hemos visto en el videoarte de Bill Viola. La iluminación de Valentín Álvarez es un elemento más que interesante en la configuración del espacio físico y del emocional. Y el vestuario de Elda Noriega configura un mundo de personajes singulares y aporta elementos de distinción e incluso rasgos caracteriales de los individuos.

Necesariamente hay que citar el protagonismo de la música, en especial la que se hace en directo. Ya hemos dicho que estamos ante una comedia musical, con abundantes números, engarzando melodías y ritmos muy diversos en ambientes muy dispares, sobresaliendo lo que bien pudiera definirse como un homenaje a la cultura italiana, en especial la música popular muy conocida, y entre esta, las tarantelas. Pero ahí está también el foxtrot o el claqué a lo Fred Astaire.

Un efecto mágico y sentimental produjo en los espectadores el hecho de congelar la escena, previa al desenlace, en pleno desarrollo para hacer un paréntesis en la muy dinámica acción dramática y señalar los estragos que la pandemia Covid-19 está causando en la sociedad y en especial en la cultura. Se destacó en el pequeño parlamento/paréntesis la fragilidad y vulnerabilidad del teatro y se valoró (con justicia) la valentía del público asistente. Fuera un recurso artístico o pura realidad lo narrado por la actriz al detener la representación, resultó un momento con un enorme valor dramático y una gran carga emotiva.

El público que llenaba el salón del Palacio de Congresos, en lo que la norma pandémica permite, aplaudió efusivamente y con emoción el excelente y nada convencional espectáculo.

La misma valoración de valentía reconozco, desde estas líneas, a los gestores del Patronato del Rojas, que siguen apostando por la cultura de ocio inteligente, como es la teatral y lo poquito, poquito de la musical - ¡a ver si un año de estos se inventan un ciclo musical que permanezca de temporada en temporada! -, y siguen manteniendo los recintos abiertos para el disfrute de la gente y para que la precariedad profesional del mundo de la escena se resienta lo menos posible.