El cuartel de la Guardia Civil de Toledo, donde siempre se dejaban las llaves puestas en la puerta
Memorias felices de las familias que habitaron el viejo acuartelamiento de la avenida de Barber, testimonios de hombres y mujeres donde brillan la solidaridad, la fraternidad y el respeto
Comienza la demolición de las primeras 75 viviendas del cuartel de la Guardia Civil en Toledo

Aquellas familias no tenían mucho tiempo de leer a León Tolstòi, el famoso novelista ruso que en 'Ana Karénina' escribió: «Todas las familias felices se parecen, pero cada familia infeliz lo es a su manera». Claro que había problemas y tristezas en aquellos años, pero las familias del Cuartel de la Guardia Civil de Toledo, aislado de la propia ciudad al final de una avenida rodeada de descampados, compartían características similares, como la solidaridad, el respeto y la fraternidad.
Y, en cierta forma, las infancias de los hijos de los guardias civiles que vivían en el acuartelamiento toledano fueron felices. Al menos así lo atestiguan ellos y ellas al ser preguntados por sus recuerdos de entonces, de cómo pasaban la vida metidos en un recinto cuartelario que más que eso era un «pequeño pueblo» donde todos se conocían como si fueran parientes.

«Recuerdo a José, que venía todos los días con su carromato a recoger la basura; a Facundo y Barrete, que nos cortaban el pelo a tazón; a Clodo en la panadería -con esos colines que nos sabían a gloria en los recreos-, o a la señorita Felisa y a don Gregorio, el director del colegio al que todos asistíamos con uniforme».
Son palabras de José Bravo, guardia civil de Tráfico. «Son muchos recuerdos, sí, y muchas experiencias de vida; una infancia muy bonita», rememora este agente de 56 años destinado en la Agrupación de Tráfico de la Guardia Civil de Ciudad Real desde el año 1999.
Desde pequeño, cuando vivía con su familia en el cuartel de Toledo, siempre quiso ser guardia civil de Tráfico, y lo consiguió. Con 16 años se marchó al Colegio de Guardias Jóvenes de Valdemoro; luego estuvo destinado en Girona, y con 20 años ya estaba en Tráfico, en Madrid.

«En el cuartel de Toledo, la gran mayoría de los chicos que nos criábamos allí nos íbamos al Colegio de Guardias Jóvenes por seguir un poco la vocación de nuestros padres; a todos nos atraía. Nosotros, de los seis hermanos que somos, dos somos guardias civiles, y muchos de los que se han criado en Toledo también son compañeros míos, aparte de amigos».
José Bravo llegó con seis meses de vida al Cuartel de la Guardia Civil de Toledo, en el año 1968. «En aquella época, lo que era el cuartel de Palomarejos, estaba muy apartado. El quinto de seis hermanos, «cuando mi familia llegó al cuartel, mis hermanos mayores les decían a mis padres que ellos pensaban que iban a vivir en Toledo, pero Palomarejos entonces era una zona aislada, los campos de Don Gregorio, no había nada alrededor, no existía el Hospital de Parapléjicos, apenas nada. Estaba el hospital Virgen de la Salud y la iglesia del Buen Pastor, donde todos los chicos hicimos la catequesis y la comunión», explica.
En los primeros años de la década de los 70 del siglo pasado, el cuartel de la Guardia Civil era «como un pueblo». Casi todos sus habitantes eran familias numerosas. «Éramos de seis, de ocho miembros, y más; los pabellones eran pequeños, de 45 metros cuadrados, pero bueno, así había más calorcito, como digo yo».

Aquella gran familia del cuartel toledano esperaban cada año con ilusión el Día del Pilar, la fiesta por excelencia de la Guardia Civil. «Era nuestra fiesta grande y lo vivíamos con mucha ilusión. Yo, de chiquitillo, me aprendí el himno de la Guardia Civil antes que el Padre Nuestro», dice.
Dentro del cuartel había casi de todo para vivir a diario. Había colegio público para los niños, panadería, economato, carpintería.., «ya le digo, era como un pueblo». «Los niños íbamos al colegio y desde parvulitos hasta quinto lo hacíamos allí en el cuartel. ¡Qué de recuerdos!», exclama José, cuya memoria se activó hace unos días cuando vio en las redes sociales las imágenes de una enorme grúa derribando el actual cuartel, que va a experimentar una gran remodelación para convertirse en otro completamente nuevo.
En el caso de José, «el derribo empezó por mi casa, y fue un impacto bastante grande porque nos hemos criado en un sexto, no había ascensor...pero tú estabas jugando en el patio y tenías sed, y la vecina del bajo te daba agua». Y aún más impactante, algo que solía ocurrir en todos los cuarteles de la Guardia Civil españoles: «siempre se dejaban las llaves puestas por fuera en la puerta y cualquiera enseguida te socorría; tus padres no estaban, pues te quedabas en la casa de la vecina. Y salías del colegio, pues tu bocadillo y a jugar. Los árboles eran las porterías, los patios eran de tierra, jugábamos a las canicas, a la peonza, al botebotero; en aquella época todo era imaginación. Era otro estilo de vida. Nunca te salías del cuartel porque siempre estaba el guardia de puerta que a la primera de cambio te decía: 'Para adentro, ¿adónde vas tú tan chiquitajo?'».
El trabajo de los guardias civiles entonces era muy sacrificado, eran muchas horas ajenas a una jornada laboral reglada y más aún a la conciliación familiar que ahora se facilita. Y todos ayudaban a todos. «El que sabía mecánica ayudaba al otro, los de La Puebla de Montalbán traían melocotones e íbamos a su casa a por ellos; o el que traía bizcochos de su pueblo los repartía entre todos».
Así que pocas cosas echaban de menos aquellas familias de su sustento diario; lo que faltaba se suplía por amistad y esa solidaridad natural que nace del compañerismo y la cercanía: todos eran hijos de guardias civiles. «Yo me he criado bastante feliz y muy contento», señala José Bravo, quien recuerda el golpe de Estado del 23-F, el ruido de la sirena, los guardias corriendo y subiéndose en los camiones, las metralletas y las puertas del cuartel cerradas. Él era solo un niño.
El dolor de las madres
Eran también los años de ETA, y la preocupación se veía en el rostro de las madres de las familias que tenían algún hijo en el País Vasco, donde permanecían dos años expuestos a la barbarie terrorista. «Era como una especie de luto, veías a esas mujeres por el patio del cuartel hablando entre ellas, de tu hijo, del tuyo, cómo está. Era como una losa que llevaban encima durante ese tiempo».

Y a pesar de vivir ahora en Ciudad Real, aquellos niños de la infancia en el cuartel de Toledo «siguen siendo mis amigos, es algo que no se olvida, es como un amor fraternal, un espíritu de hermandad de habernos criado todos juntos. Con todos los niños llamados hijos del Cuerpo con los que jugué y viví tantos Pilares sigo manteniendo la amistad después de cincuenta años».
Muchas noches, José Bravo sueña con aquellos tiempos en el cuartel de Toledo, con Resti el jardinero, con Martín, Maxi, Cipri y su padre Fernando en el economato («en los recreos siempre iba a darle un beso y me daba un Bucanero»), Domingo en la carpintería, Blas el albañil o Arrogante el fontanero. Y especialmente con esas mujeres que estiraban el sueldo de sus maridos. «Mi madre decía que en la casa del guardia civil el hambre llama a la puerta, pero no pasa», concluye.
Angelines Rubio, de 77 años, contesta a ABC mientras viaja en autobús urbano. Da la casualidad de que en ese justo momento pasa junto al cuartel, donde vivió de 1969 a 1977. «Me da mucha pena al ver el edificio que han derribado; a esa parte le llamábamos el submarino», dice esta mujer viuda de guardia civil que vivía en el portal número 7. Sus balcones daban a la calle General Martí, aún sin asfaltar.
«Hemos vivido allí muy a gusto pero nos fuimos porque nos destinaron a Calasparra, Murcia». Su marido, Matías Ramos, ya fallecido, se jubiló como capitán de la Guardia Civil. «Al cuartel de Toledo llegué con 22 años y un hijo de tres años; me había casado con 18, y mi marido estaba en la oficina del Tercio. Aquellos años fueron muy buenos, con los niños pequeños. Mi segundo hijo nació cuando estábamos en Toledo, pero di a luz en el Hospital Militar Gómez Ulla de Madrid, donde vivían mis padres, porque si no tenías que irte a la Maternidad que estaba en el Casco».
«Los niños corrían que se las pelaban por el patio, podían bajar a la calle, aunque siempre se respetaba la hora de la siesta. A ti no se te ocurría entrar en ninguna casa, y la llave estaba puesta. Yo siempre he tenido mi llave puesta en los cuarteles donde he vivido. Había dos equipos de fútbol, jugaban los del cuartel con los de la acera de enfrente. Cuando yo viví en el cuartel de Toledo había gente maravillosa, eran de la edad de mis padres y para mí aquellas mujeres eran también mis madres. Las viudas todas nos conocemos y seguimos hablando y nos acordamos de todo aquello, como cuando mi marido desfilaba el día del Pilar».
La zarpa de ETA
Esta familia también fue testigo de la garra del terrorismo. «Luego me tocó a mí en el Pirineo navarro. Al antecesor de mi marido se lo cargaron en Pamplona. Luego fue allí mi hijo y una granada cayó en el piso de al lado donde vivía». Y es que su hijo también es guardia civil, como lo fue el padre de su suegro, que era carabinero, el padre de su marido, éste, su hijo... y «espero que mi nieta Isabel también: sería la quinta generación», cuenta Angelines, que después de la muerte de su marido decidió volver a Toledo y vivir en un piso en Olías del Rey. Su vecina de urbanización, una mujer de 92 años, también es viuda de otro guardia civil que fue el peluquero del cuartel de Toledo.



En una urbanización de Olías del Rey también vive Pilar Sánchez Fernández, de 56 años. Llegó con dos años al cuartel de Toledo y vivió allí hasta los 24 con sus padres, «veintiún años muy agradables», dice. Su padre, Jesús Sánchez -ya fallecido- era guardia, encargado de la centralita. «Me fui del cuartel con mi familia cuando mi padre se jubiló y pasó a la reserva activa, con 55 años. Nos fuimos a vivir a Olías del Rey. Las familias de los guardias civiles fueron abandonando el cuartel por tandas». Cuando el padre de familia se jubilaba o pasaba a la reserva, unas se marcharon al barrio del Polígono y otras a este cercano pueblo toledano, donde las vivendas estaban a mejor precio.
Un cuartel con vida
«El cuartel era como una gran familia. Todos nos apoyábamos. Como tu propia familia no estaba en Toledo, tus vecinos eran como parientes. Había solidaridad, compañerismo. Si alguien estaba de mudanza, los demás le echaban una mano», cuenta Pilar. «Estábamos deseando que llegaran las fiestas del Pilar porque en el cuartel había actuaciones y juegos para los niños. Era un cuartel con vida. Familias jóvenes, muchos niños pequeños, era como una gran guardería. Te dejaban fuera de casa hasta las tantas porque solo con asomarse al patio nos veían a los niños, igual que estaban siempre las llaves puestas y entraba cualquier vecino y no pasaba nada, todo era muy tranquilo. Había unos valores bonitos».
Recuerda que cuando le hicieron su primer contrato laboral -es trabajadora social en el Complejo Hospitalario de Toledo- ella aún no tenía carné de conducir. «Si tu padre estaba de servicio ese día, te llevaban al examen en coche, y todos los guardias sabían que me examinaba y me daban consejos por el camino. Era una gran familia aquello, y se creaban vínculos sociales, de amistad». Pilar, que tiene un hermano guardia civil en Cataluña, cuenta que también los Reyes Magos llegaban al cuartel todos los meses de enero. «Tengo una foto con ellos vestida de gitana. ¿Qué haría yo vestida de gitana?», dice divertida.
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