El resurgir de Iván: «Pasé dos años de depresión y ansiedad por ser sordo»

Iván Gutiérrez López cuenta sus experiencias en la sede de la Apandapt (la Asociación de Padres de Niños con Deficiencia Auditiva de Toledo), de la que su madre, Amparo, es la presidenta. Porque el protagonista de esta historia es sordo profundo. «Si se lo desactiva, es como esta pared», ilustra su progenitora.

Amparo se refiere al implante coclear que su hijo lleva entre sus rizos rubios. Ese pequeño y milagroso dispositivo electrónico, que ayuda a personas como él a escuchar, permite una conversación fluida, deliciosa, refrescante, suculenta y hasta con un punto agridulce. Son adjetivos que Iván usa en su día a día porque la cocina es lo suyo.

«Comencé a coger curiosidad gracias a mi abuela Luisa y a ver vídeos en internet -empieza a relatar-. Entonces me dije: '¿Por qué no? De hecho, cuando acabé la ESO, tuve la opción de ir al instituto o ir al Grado Medio de Cocina y Gastronomía». Pero eligió mal.

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Narra una travesía de dos años en el desierto que resumió en menos de tres minutos en su discurso en el acto de clausura del ciclo la pasada semana. Asegura que fue un «fracaso total» su etapa en bachillerato, que abandonó al segundo año después de repetir el primer curso. Lo dejó porque, dice, no recibió el apoyo que él necesitaba por ser un chaval sordo. A partir de ahí, «depresión, ansiedad, estrés..., me sentía bastante culpable porque me sentí muy rechazado por los compañeros y los profesores, por la sociedad, una discriminación total que te hace pensar que no vales para nada con 16-17 años». «Allí entró en la jungla», tercia su madre.

«Estaba más que triste», se describe Iván, aunque «tuve la suerte de no tener que ir al psicólogo». «Me dije que no podía estar así y me dediqué a los libros, a libros de psicología; fui mi propio psicólogo». Fue un proceso muy largo, del que fue saliendo con la ayuda de mi familia y amigos, además del gimnasio. «Allí me desahogaba un montón y me puse bastante fuerte. Pero por dentro no estaba tan fuerte. Dejé el gimnasio, me dediqué más a los libros y a la meditación, y comencé a resurgir».

Corría el año 2019 e Iván encontró otro tablón de salvación en el océano: la cocina. Hizo un grado medio y luego vino el superior. Este lunes comienza sus prácticas, un total de 400 horas, en la residencia privada de mayores Los Gavilanes, donde pedirá llevar una redecilla, «como la de los quirófanos», para cubrir su cabeza en la cocina y escuchar a través de su implante coclear. «Esa redecilla es muy fina, protege y no me tapa el micrófono para oír», explica el chaval, que la ha utilizado durante sus estudios. «Cuando hablamos de adaptaciones, esa redecilla quirúrgica es una adaptación», interviene su madre.

Además de estar entre fogones, Iván vocaliza claramente otro propósito a partir de ahora: «Mientras tenga los pies en la tierra, voy a luchar por las personas con discapacidad». «Porque hay chavales que vienen a esta asociación que no saben defenderse, no pueden», lamenta Amparo. «Y por eso yo quiero ser su voz», afirma el flamante cocinero, quien reveló «la verdadera clave de mi éxito» en el acto de clausura de sus estudios: «Vivir con amabilidad».