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Esbozos para una crónica negra de antaño (XXXV)

Bandoleros fusilados en el Paseo del Tránsito, última ejecución pública en Toledo

El 13 de marzo de 1882 tuvo lugar el ajusticiamiento público de «Los Purgaciones» y el menor de «Los Juanillones»

Paseo del Tránsito de Toledo, donde el 13 de marzo de 1882, a la una de la tarde, fueron fusilados “Los Purgaciones” y Juan García-Quilón, el menor de «Los Juanillones» (Foto, Thomas, AMT)

Enrique Sánchez Lubián

En mayo de 1889, en la publicación quincenal ilustrada «Toledo», el periodista y abogado Federico Lafuente ofrecía a sus lectores un desgarrador texto describiendo el lamentable estado que presentaba la cárcel provincial de la ciudad, ubicada en el antiguo Convento de los Gilitos, donde hoy tienen su sede las Cortes de Castilla-La Mancha. En sus palabras hacía referencia a unos oscuros cuartos subterráneos que eran conocidos como «calabozos de los muertos». En ellos solamente entraban los sentenciados a la última pena y decía que quienes permanecían allí mucho tiempo si no los mataba el verdugo, lo hacía la pena, o salían heridos de muerte por incurable enfermedad. Cuando escribió estas líneas, los últimos que habían ocupado aquellos «nichos para vivos» eran los bandoleros Juan García-Quilón López-Simancas y los hermanos Ambrosio y Casimiro Navarro Clemente, quienes el 13 de marzo de 1882 fueron fusilados en el Paseo del Tránsito, ejecución que, según las crónicas de la época, presenciaron unas doce mil personas.

Juan y Felipe García-Quilón, “Los Juanillones”.

Los hermanos Ambrosio y Casimiro Navarro Clemente eran conocidos con el sobrenombre de «Los Purgaciones», mientras que Juan García-Quilón formaba parte de la famosa partida de «Los Juanillones», cuyas andanzas tenían atemorizadas a las poblaciones de los Montes de Toledo y La Mancha. Los tres eran naturales de la localidad ciudadrealeña de Fuente El Fresno.

El suceso que les llevó hasta la cárcel provincial de Toledo tuvo lugar en octubre de 1880, cuando pretendían asaltar el tren correo de Andalucía entre las estaciones de Villacañas y Quero. Según sus noticias, en el convoy se trasladaba una importante cantidad de dinero: cuatro millones de pesetas. Para perpetrar el atraco planearon hacerlo descarrilar cortando un pequeño puente cercano a la primera localidad. La partida estaba integrada por Los «Purgaciones», Bernardo Moraleda, Antonio Cuéllar (a) «Pastor de Los Yébenes», Luciano Polo, Zoilo Peinado (a) «Sogato», un tal Salustiano, conocido como el «Guardilla» y Juan y Felipe García-Quilón, «Los Juanillones».

Gracias a una confidencia, la autoridad gubernativa supo de estos planes, preparando las fuerzas de la Guardia Civil una emboscada para abortar el intento de robo. En el reclutamiento participaron agentes de los puestos de Alcázar de San Juan, Campo de Criptana, Herencia, Tomelloso y algunos otros lugares. Su número doblaba al de los miembros de la partida.

El encuentro entre ambos grupos fue muy violento y a resultas del cual murieron cuatro de los bandoleros. Huyendo de la sangría, «Los Purgaciones», montados a caballo y perseguidos por números de la Guardia Civil, se personaron en casa del alcalde de Villacañas, agarrándose fuertemente a su cuerpo y diciendo a los agentes que si disparaban contra ellos, el regidor también moriría. A pesar de esta estratagema fueron detenidos.

Tres de los participantes, Moraleda y «Los Juanillones», lograron huir, aunque el menor de estos, Juan, fue detenido pocos días después en Malagón. Los otros dos burlaron la vigilancia establecida por la Benemérita y consiguieron refugiarse en Portugal.

Figura esencial en el desenlace de la operación fue el teniente Radua, de la comandancia de la Guardia Civil en Toledo, quien se encontraba pasando unos días de licencia en Madridejos y, buen conocedor del terreno, se unió a las fuerzas de sus compañeros, guiándoles para preparar la emboscada. Aunque no trascendió la identidad de quien había alertado a las autoridades de los planes para asaltar el tren, en prensa se dijo que cobró una buena cantidad económica por la delación.

Horas después de la refriega, los cadáveres de los bandoleros muertos fueron trasladados en un carro hasta Villacañas. Numerosos curiosos se agolparan para verlos llegar. Hasta el depósito del cementerio fueron llevados los dos detenidos, para contemplar el fin que habían tenido sus compañeros. Las crónicas periodísticas que reflejaron el momento destacaron la sangre fría del menor de «Los Purgaciones», quien con desparpajo pidió, en tan trascendental instante, un cigarro. Se destacaba, igualmente, que ambos demostraron gran agilidad, pese a llevar los grilletes puestos, para moverse como si tal cosa.

Ya detenidos, «Los Purgaciones» y García-Quilón, fueron trasladados a Ciudad Real, puesto que allí tenían algunas causas judiciales pendientes, Sometidos a juicio, fueron condenados a muerte, conmutándoseles luego la pena por la de cadena perpetua. Como también tenían cuentas pendientes con la fiscalía militar de Toledo, fueron traídos a nuestra capital para ser sometidos a consejo de guerra.

La causa se celebró a principios de marzo de 1882, recayendo sobre ellos la pena máxima, como autores de diferentes delitos, entre ellos el secuestro del vecino de Urda, Esteban Tapia, carbonero de profesión, acaecido el 11 de enero de 1877 y por cuyo rescate pidieron la cantidad de 17.000 duros, si bien solamente cobraron 6.000.

Antonio Bringas, alcalde de Toledo, y el cardenal Juan Antonio Moreno, arzobispo primado, quienes solicitaron, sin éxito, medida de gracia para los condenados a muerte

Tan severa condena causó gran impresión entre los vecinos de Toledo, máxime cuando pocos días después de ser pronunciada, en la noche del sábado 11 de marzo los tres reos fueron puestos en capilla para ser pasados por las armas en la jornada del lunes siguiente. Ante tal circunstancia, el alcalde de Toledo, Antonio Bringas, interpretando los sentimientos caritativos de la corporación municipal y de la ciudad, dirigió telegramas al presidente del Consejo de Ministros solicitando la regia prerrogativa del indulto, a la vez que pedía la intermediación de los diputados y senadores de la provincia para lograr tal gracia. Isidoro Basarán, uno de los prohombres de la política toledana en Madrid se encargó de estas gestiones, pero las noticias que por telegrama transmitió el regidor fueron desalentadoras: por unanimidad, el gobierno había rechazo salvar a los condenados de la pena de muerte. Abatido, Bringas reunió al pleno del ayuntamiento para dar cuenta de todo ello, agradeciéndole los munícipes la caritativa intención tomada. Idéntica iniciativa pidiendo clemencia había adoptado también el arzobispo primado, cardenal Juan Antonio Moreno.

De las últimas horas que pasaron en la cárcel provincial nos han legado testimonio documental tanto diferentes crónicas periodísticas, como lo reflejado en el Libro de Exemplares de la Cofradía de la Santa Caridad, entidad que desde su creación en 1085 asistía a los condenados a muerte en sus últimas horas.

«Este [en referencia a Casimiro] se mantuvo más entero y sereno que los otros desde el principio», relataron los periódicos, «y pidió con insistencia que se le presentara su esposa para despedirse de ella». Como no se le concedió tal gracia, en un librillo de papel de fumar, escribió que quería verla antes de morir, deseo que finalmente consiguió.

El «Juanillón», por su parte, pidió a sus dos hijas que marchasen a Madrid, en tren, para pedir clemencia al gobierno, viaje que finalmente no hicieron. Esta circunstancia contrarió mucho a su padre, aunque pasado el enfado se despidió de ellas «muy afectuosamente».

Junto a los sacerdotes que les acompañaron en sus últimas horas estaban algunos cofrades de la Santa Caridad, quienes dejaron relato de aquellos dramáticos momentos: «Los reos por la tarde comieron en compañía de sus mujeres e hijas, sirviéndoles ternera mechada, una tortilla de jamón, bartolillos y una ensalada cruda con el correspondiente vino; y aunque todo en gran abundancia, dejaron una tercera parte».

La noche previa al ajusticiamiento la pasaron sin apenas dormir. Tras escuchar misa y recibir la comunión, dado su estado de abatimiento, los reos fueron subidos a un carro para ser trasladados desde el antiguo convento de San Gil al cercano paseo del Tránsito. Momentos antes de partir fueron visitados por el alcalde y diferentes autoridades civiles y militares. Abrazados, recorrieron los pocos metros que separaban ambos lugares, acompañados en el carromato por seis sacerdotes.

Fotografía de la ficha penitenciaria de Bernardo Moraleda en 1910

Tras la primera descarga del pelotón de fusilamiento, el «Juanillón» quedó con vida, realizando dolorosas exclamaciones pidiendo misericordia y perdón, por lo que hubo de disparársele de nuevo. Certificada la muerte de los tres, los miembros de la Santa Caridad, formados desde la cercana iglesia de San Cipriano, los recogieron y, con cruz alzada, trasladaron sus cuerpos al camposanto.

Juan García-Quilón tenía 47 años de edad y era padre de dos hijas de 16 y 20 años. Casimiro Navarro, tenía 35 años, estaba casado y era padre de dos menores. Ambrosio Navarro, por su parte, tenía 28 años, estaba casado y sin familia.

Materializada la ejecución, en las páginas del semanario «El Nuevo Ateneo» se ponía especial énfasis en resaltar que la misma fue presenciada por más de 12.000 personas, una gran mayoría de ellas mujeres. «No puedo explicarme -indicaba su director, Saturnino Milego- que débiles seres en que debe resplandecer el amor, el sentimiento y la caridad concurran a presenciar el suplicio de sus semejantes, en lugar de llorar en sus casas, compadeciendo a las víctimas y rogando por ellas, por sus padres, por sus esposos, por sus hijos, por sus hermanos». Asimismo se criticaba que el dinero recaudado en bien de los reos se había destinado a sufragios por sus almas, mientras que sus viudas y huérfanos tenían que implorar limosna para regresar a sus hogares. Y calificando tal situación como cruel sarcasmo, añadía: «Qué razón tiene un amigo mío que dice “que la humanidad es loca”. Dispone en su justicia de la vida de los hombres y luego demanda una limosna para rogar por el alma de aquellos a quienes ella misma mata».

Hacía años que en la ciudad de Toledo no se había materializado una sentencia de muerte y desde las páginas de «El Nuevo Ateneo», además de las censuras relatadas, se abogaba por la abolición de la pena máxima en nuestro ordenamiento jurídico. Apoyando dicho anhelo, el responsable del semanario toledano escribió un contundente alegato:

«Tiempos llegarán, sin duda, en que desaparezca semejante sacrificio, que solo deja en pos de sí el recuerdo de una página de sangre, sin que su ejemplo sirva de poco o en mucho para hacer desaparecer el crimen. El hombre será criminal y perverso hasta la consumación de los siglos, puesto que el demonio que lo tienta y lo seduce es eterno, como Dios […] La pena de muerte siempre será un crimen y como tal será siempre vista con horror por toda alma generosa y caritativa […] La pena de muerte debe quedar abolida, porque es atentatoria al poder del Omnipotente».

A los pocos días de ser ajusticiados los tres bandidos, sus compañeros huidos a Portugal fueron detenidos en Castelo de Vide, en el Alentejo. Extraditados a España, fueron sometidos a consejo de guerra el 27 de septiembre de 1882 en Toledo y condenados a muerte. Quince días después fueron indultados, conmutándoseles la pena por la de cadena perpetua. Para cumplirla fueron llevados a Ceuta. Allí murió Felipe García-Quilón, mientras que Moraleda, tras ser trasladado años después al penal del Dueso, en Santoña, fue puesto en libertad en 1923.

Hubieron de pasar muchos años, hasta que el alegato abolicionista publicado en «El Nuevo Ateneo» tuviera respuesta. En 1932, mediante una reforma del Código Penal realizada por el gobierno de la II República, la pena de muerte fue suprimida de nuestro ordenamiento jurídico. Dos años después, volvió a ser considerada legal para casos de terrorismo y bandolerismo. En 1938, el régimen de Franco la reincorporó al Código Penal, permaneciendo así hasta quedar abolida con la Constitución de 1978.El ajusticiamiento de «Los Purgaciones» y el menor de «Los Juanillones» fue la última pena de muerte ejecutada públicamente en la ciudad de Toledo. El 24 de noviembre de 1894, siendo ministro de Gracia y Justicia Antonio Maura, se aprobó una real orden determinando que a partir de ese momento las ejecuciones se verificasen dentro del recinto donde los reos estuviesen en capilla.

Enrique Sánchez Lubián

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