Las ciudades del Greco (II)
En España es donde le aguardaba su auténtica morada vital, la ciudad donde convergen todas las ciudades de El Greco: Toledo
Por óscar gonzález Palencia y antonio Illán Illán
El viaje de Ulises-Greco desde su Candía natal hasta su Ítaca-Toledo fue largo y pleno de experiencias. Pero no fue este un viaje clásico y circular que implicase el retorno final a la patria o al hogar, como el Ulises de Homero o ... el de Joyce –como se puede entender de nuestra metáfora-, sino que, más bien, el viaje de El Greco por las diversas ciudades hasta su punto final en Toledo se inscribe en la concepción que Claudio Magris, en El infinito viajar , cuando nos da cuenta de la concepción moderna del viaje, «de raíz mucho más nietscheana, en la que el desplazamiento es rectilíneo y cuya meta final no es otra que la muerte, que se intenta diferir a través de ese infinito viajar que implica ir cambiando a medida que nos desplazamos y conectamos nuevas convicciones: una manera de vivir, de pensar el mundo, de reaccionar ante todas las cosas».
Hacia Roma: Parma, Mantua, Florencia
El deseo de estudiar con detenido interés el arte clásico estimuló el viaje de El Greco desde Venecia a Roma. Este es un postulado que sostiene el conjunto de los estudiosos de su vida y su obra. Lo cierto es que se cuenta con una carta de recomendación, fechada en 1570, firmada por el célebre miniaturista Giulio Clovio y dirigida al cardenal Farnesio, para que acogiera entre sus protegidos a «un joven candiota discípulo de Tiziano». Portando este aval, El Greco pondría rumbo a Roma en septiembre de 1570, en un itinerario que duraría escasos meses, pero en el que, como es común en él, experimenta, a cada paso, un proceso de absorción de influjos y estilos extraordinariamente fértil. Por entonces, el equilibrio ordenado del Renacimiento comenzaba a ceder en su dominio a favor de la incipiente dislocación manierista, al menos en el arte veneciano, que encontraba contrapunto en artistas de Florencia, Mantua o Parma, donde el predicamento de Miguel Ángel como gran maestro era aún irrefutable. La dialéctica entre la primacía del color sobre el dibujo (posición veneciana) o del dibujo sobre el color (posición florentina) estaba en un punto álgido. El Greco se posicionó sin tibieza en esta oposición como pintor de la escuela de Venecia, pero no faltó en él, pese a ello, una voluntad, como siempre, conciliadora de tendencias aparentemente irreductibles; él es un pintor irrebatiblemente veneciano, pero, en sus anotaciones, deja constancia de respeto y hasta de admiración por artistas de Padua, Verona, Mantua, Parma (como Correggio), o Ferrara, donde pudo apreciar el esplendor propiciado por el mecenazgo de los Duques de Este. No ocurre así en Florencia, frente a cuyos creadores no duda en tomar partido a favor de la supremacía del color sobre el dibujo.
Roma: la inmensidad de lo clásico
Tras un viaje en que El Greco deja registro escrito de cuanto pasa ante su mirada y de todo lo que interioriza su espíritu creador, aún en trance de formación, recala en Roma, donde, supuestamente, de acuerdo con el tópico, lejos de sentir el deslumbramiento del fulgor clásico, adopta una posición crítica con respecto a los grandes maestros del Renacimiento. Sin embargo, a El Greco no pudo serle ajeno el maravilloso engarce de la Urbs Aeterna con la Caput Mundi , una capital la Antigüedad fusionada con la capital de la cristiandad. Esa perfecta armonización de lo pagano y lo cristiano, de lo antiguo y lo renacentista, debió de causar profunda impresión en una personalidad como la del cretense, tan propensa a la unión de estilos. Del mismo modo, parece plausible pensar que las convulsiones a que estaba sometida la Iglesia, con la amenaza de la Reforma, la todavía reciente conclusión del Concilio de Trento, y el menoscabo del poder del Papa en el orden mundial sirvieron de sustento ideológico a ese nuevo modo de hacer, el Manierismo, al que la Ciudad se plegó en su nueva ordenación y expansión monumental, y del que El Greco se imbuyó en episodio decisivo para su maduración artística. Este es el aire que respira El Greco cuando presenta la acreditación de Clovio y pasa a disfrutar, sino de la protección Alejandro Farnesio, al menos del alojamiento en el palacio romano del cardenal. Ese palacio, con el mecenazgo de Farnesio, albergaba uno de los más importantes círculos de intelectuales y artistas de Roma. Pensamos que es aquí es donde El Greco asienta la idea decisiva de que el arte no tiene por qué tener un origen mimético, sino que su génesis puede estar en la reflexión. La pintura, por tanto, no es solo imitación, sino también –y muy particularmente– meditación, conocimiento y también imaginación. El Greco se encuentra con su propia identidad: la del pintor pensador.
El 18 de septiembre de 1572 fue admitido en la corporación de pintores romanos, la Academia de san Lucas, en la que fue inscrito como miniaturista. Es evidente que la carrera italiana de El Greco fue de un éxito moderado, obtuvo la protección de unos pocos y selectos personajes, pero no logró obtener un encargo eclesiástico de importancia, sin el cual no se podía acceder a la fama y a la prosperidad.
En los círculos romanos es donde tiene roce con humanistas españoles como Pedro Chacón o Luis de Castilla, que le animarían a viajar a nuestro país, proyecto que El Greco asumiría, a buen seguro, tras su modesta posición como artista y desechada ya la posibilidad de abrir taller propio en Roma. Sea como fuere, lo cierto es que las vivencias agregadas a su experiencia en Roma le habían situado en el estado culminante de su talento. Había asumido los secretos del color de la escuela veneciana, del dibujo florentino, del diseño romano, y se había pertrechado de todos los sistemas teoréticos del pensamiento humanista. Tras siete años de estancia en Roma, estaba ya preparado para viajar a España, con el objetivo de obtener protección del rey Felipe II, que reclutaba pintores para uno de los más importantes proyectos artísticos del siglo XVI el palacio y monasterio de El Escorial. En España es donde le aguardaba, tras una parada infructuosa en Madrid, su auténtica morada vital, la ciudad donde convergen todas las ciudades de El Greco: Toledo.
Toledo: la culminación y el destino
Tenemos a El Greco en nuestra ciudad en 1577. Es su destino en varios de los sentidos del término; es la meta o punto de llegada, y es también el lugar en que alguien ejerce su empleo, es esa fuerza desconocida que se cree obra sobre los hombres y los sucesos y le lleva a recorrer un camino necesario que culmina en Toledo. La visión romántica y castiza del encuentro entre el artista y su marco vivencial ha dado verosimilitud, durante mucho tiempo, a la hipótesis de un episodio según el cual, el pintor estaría predestinado a arribar a nuestra ciudad. Reconcentrado en la supuesta derrota de su exclusión de los grandes círculos pictóricos de Venecia, Roma y Madrid, habría terminado recalando en una ciudad en decadencia por la recientemente perdida condición de capital de las Españas resuelta por Felipe II, el mismo rey, a quien no agrada El martirio de San Mauricio que el propio monarca le había encomendado al pintor para El Escorial. De esta forma, El Greco habría sufrido, con ello, la última decepción que le haría replantearse su porvenir al margen de toda protección áulica, y así, en 1583, se estableció para siempre en Toledo y en 1589 formalizó si vinculación con Toledo inscribiéndose en el censo de vecinos.
El Greco era un artista docto que, después de pasar más de una década en Italia, estaba acostumbrado al trato con estudiosos e intelectuales. Toledo podía ofrecerle compañías de la misma clase. El Greco se encuentra una ciudad próspera y cosmopolita, llena de personas de granada inteligencia, y prebostes eclesiásticos, con un jerarca como el Cardenal Quiroga, cuyo cigarral fue sede de una de las más importantes academias de nuestros siglos áureos. Por lo demás, no fue este cenáculo el único que El Greco conoció y frecuentó en Toledo –hecho del que ya dimos relación en un artículo publicado por -, sino que se vio inmerso en un ambiente de elevado cariz intelectual, refinado, culto, y con una clientela potencial que le permitiría cuidar sus ingresos –solo menoscabados por los dispendios a los que le indujo su hedonismo, o la poco buena administración de su economía- al tiempo que gozaba de una libertad creadora cuyos límites venían prescritos por los preceptos de Trento. Así pues, desde el 8 de agosto de 1577, fecha de la firma del contrato de los tres retablos de Santo Domingo el Antiguo, El Greco emprendería una relación con Toledo que, si bien quedó lejos de los fulgores del idilio que los románticos aventuraron, fue lo más cercano a la satisfacción de sus anhelos.
Lo cierto es que, con independencia de que fuera por una razón pragmática o sentimental, o por ambas, El Greco se machihembraría con Toledo en un momento de su vida en que el arte del pintor había alcanzado plena sazón. Sus contemporáneos veían en él algo de contradicción y enigma; no le podían discutir su domino técnico, pero su estilo los desconcertaba por su carácter singular, si no único. En Toledo y en la plenitud de su arte, todos sus intereses intelectuales encuentran perfecto código de expresión en un trazo adelgazado donde el dibujo ha perdido definitivamente la hegemonía a favor de los valores lumínicos y de un cromatismo en que los colores se someten a una confrontación violenta. Y, de este modo, Toledo puede figurar en sus pinturas como una realidad susceptible de ser modificada en su ordenación, a medio camino entre lo real y lo onírico ( Vista de Toledo ), o donde se cruzan los planos físico y metafísico, la ciencia y la creencia, el rigor de la razón y el salto de la fe ( Plano y vista de Toledo ), o donde la ciudad pasa a ser escenario de pasajes bíblicos (San José con el Niño Jesús, La Inmaculada Concepción, Cristo crucificado ), hagiográficos ( San Bernardino ) y mitológicos (Laocoonte ). Toledo, en suma, ha devenido síntesis entre ciencia, arte y credo, entre lo racional, lo empírico, y lo emocional, un marco idóneo para el artista maduro.
Tratemos, pues de comprender al Greco como un hombre de su tiempo y no del nuestro. Las ciudades no son invisibles ni en su vida ni en su obra, están en el deseo, en los signos, en los ojos, en los nombres, en la memoria y en el destino. Y entre todas, una, Toledo. El conocimiento, la emoción y la experiencia hicieron de él un pintor en el que admirar la potencia y sutileza de su arte, un arte universal e imperecedero. Creatividad e inteligencia en la ciudad del Greco, en Toledo.
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