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Cieno debajo de la alfombra

«Una clase política profesionalizada que ha echado raíces en el poder y ha convertido la política no en un acto de servicio sino en una forma de vida»

Pedro A. González Moreno

Pedro A. González Moreno

Durante mucho tiempo hemos creído roussonianamente (o hemos fingido creer) en la bondad natural de los gobernantes. Y también que los partidos políticos eran algo parecido a plataformas de trabajo más o menos eficaces para gestionar el dinero público y conseguir el bienestar social de los ciudadanos. Sin embargo, no sabíamos (o preferíamos no saber) que algunos de sus representantes usarían sus privilegios para alcanzar cuotas cada vez más altas de poder, ni sabíamos que otros, una vez instalados en la atalaya de sus cargos, se dejarían dominar por ciertas depravadas tentaciones...

Mientras nosotros trabajábamos o andábamos entretenidos en los teatros o en los cines, en los estadios de fútbol, en las bibliotecas o en la barra de los bares, ellos se leían el manual del buen arribista y, encerrados en la burbuja de sus despachos, desde allí urdían negocios oscuros, tramaban turbias conjuras o movían los hilos necesarios para tejerse un futuro a la altura de sus ambiciones: un futuro que sólo consistía en ver sus patrimonios incrementarse milagrosamente al grito bíblico de creced y multiplicaos.

Mientras nosotros, en un ingenuo ejercicio de responsabilidad, acudíamos dócilmente a las urnas, pagábamos puntualmente nuestras hipotecas, o contribuíamos con nuestros impuestos a sanear las cuentas del Estado, ellos aprendían a moverse con soltura por los entresijos del poder, aprendían técnicas de supervivencia en las alturas y estudiaban las mil distintas formas de medrar sin demasiado ruido.

Una vez ya encumbrados, los vimos desarrollar conductas e instintos propios de una nueva casta: la de esa clase política profesionalizada que ha echado raíces en el poder y ha convertido la política no en un acto de servicio sino en una forma de vida, en un modo de escalar socialmente o de satisfacer ambiciones personales.

Y bajo las alfombras de sus despachos comenzaba ya a acumularse una mugre que era la de las ilusiones traicionadas y las promesas incumplidas.

Mientras nosotros educábamos a nuestros alumnos en la cultura del esfuerzo y del sacrificio, o les hablábamos de la justa recompensa que conlleva siempre el trabajo bien hecho; mientras intentábamos convencerles de que ese, el del trabajo, era el único camino honesto por el que debían avanzar, la realidad nos desmentía y, una tras otra, iba desmontando nuestras convicciones. Porque algunos de esos indignos representantes de la clase política, que habían decidido graduarse en las artes del fraude y el engaño, ajenos al significado de esas dos palabras -esfuerzo y sacrificio- prefirieron tirar por los atajos y sólo se esforzaron por engordar sus cuentas corrientes o por engordar el lustre de sus currículos, aunque para ello tuviesen que falsear las notas de sus expedientes, plagiar impunemente sus tesis doctorales e incluso aprobar algún master sin asistir a clase.

Mientras nosotros enseñábamos gramática a nuestros alumnos y les adiestrábamos en el uso de un lenguaje limpio, llano y transparente (el único apropiado para expresar la verdad), otros decidieron renunciar a sus principios y prefirieron adoptar como propia la verdad del Partido, el único imperativo categórico por el que se habrían de regir todos sus actos.

Y una vez instalados en esa verdad oficial, se rodearon nepóticamente de asesores (es decir, de amigos, de colegas, de parientes o vecinos de confianza) con los que crearon una red de voluntades compradas, una maraña clientelar de cómplices a sueldo, en definitiva un sutil ecosistema poblado de rehenes y de súbditos, cuyo equilibrio se sostenía en el reparto de cargos y privilegios a cambio sólo de lealtad.

Y bajo sus alfombras seguía cumulándose una capa de sarro y de podredumbre, un charco de aguas estancadas donde bullían los ácaros de la indignidad, la hipocresía y la vergüenza.

Intentamos educar a nuestros hijos transmitiéndoles ciertos valores que nosotros habíamos heredado. Jamás pretendimos hacer de ellos ciudadanos perfectos, pero sí intentamos que, al menos, no les faltase un mínimo sentido de la honradez, de la solidaridad y la justicia. Y armados con esos fundamentos, quisimos que comprendieran que el futuro sería un duro campo de batalla donde nadie iba a regalarles nada; que el futuro, al menos para ellos, sería como una travesía donde deberían andar siempre remando, en aguas revueltas y a menudo a contracorriente, para llegar -como aquel Lázaro de Tormes- a buen puerto.

Pero mientras tanto, cómodamente instalados en sus puestos de mando y a falta de mejor oficio, otros decidieron usar sus cargos como un pretexto para hacer carrera. Y dispuestos a blindarse contra la realidad, se rodearon de una cáfila de inquebrantables aduladores, buscaron compañía y consejo en una caterva de buscavidas y holgazanes que se dedicaron a sacarle brillo no sólo a a sus sillones, sino también a sus discursos. Enseguida aprendieron que el arte del discurso consistía en hablar mucho y decir poco, para proporcionar una imagen prefabricada de la realidad.

Y entre unos y otros fueron pervirtiendo el lenguaje, enturbiaron las palabras hasta convertirlas en una herramienta útil para adornar la nada y el vacío, o para expresar, sin ningún pudor, la doblez y la mentira.

Y bajo las alfombras de sus despachos, convertidas ya en un lodazal, no habitaban ya los monstruos que produce el sueño de la razón sino otros monstruos mucho más peligrosos: los que produce el sueño del poder.

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