MIRADOR DE HUMBOLDT
Gilberto Alemán, una ausencia notable
Entre sus numerosos libros, recuerdo, con especial carino, los dedicados a su ciudad natal, La Laguna
Conocí personalmente a Gilberto Alemán de Armas (La Laguna, 1931-2011) en mi época de delegado de Cultura. Porque evangélicamente, por sus obras, le conocía mucho tiempo antes. De siempre, había saboreado sus artículos. Recuerdo, siendo un niño, una polémica suya sobre el traje regional, en el desaparecido semanario «Tenerife» y que levantó mucha polvareda en La Orotava. Justo, al poco de haber tomado posesión, se produjo, de repente, su enigmática marcha a Venezuela. Según le había contado a Wolfredo Wildpret —flamante Premio Canarias— la víspera del viaje, viejos rencores urdieron la trama. Lo tildaban de jefe de un comando terrorista. Tras pasarlas canutas en América, volvió a la isla. A su isla. Alegre y optimista, como siempre.
Con el tiempo fuimos amistando. Me lo tropezaba, por la calle, en Santa Cruz. Y nos íbamos a tomar un güisqui al Café «El Águila», antiguo cenáculo de la dorada bohemia chicharrera. Era un conversador ameno, de improvisación rápida, entre la ternura y la sátira. Dominaba las grandes y las pequeñas cosas. Incluso los chismes, para los que tenía —como yo— sabrosa maña. Como ha escrito José Antonio Pardellas, en la radio, como en la vida, le gustaba salirse del guión. Lo mismo pontificaba del globo de Agustín de Betancourt que de un gato muerto en la autopista. Entonces era independentista, militando en la Unión del Pueblo Canario. Recuerdo que como candidato a la alcaldía capitalina, pronunció, en la plaza de toros, un mitin incendiario que hizo época. Luego, suavemente, de rondón casi, se pasó a ATI, apadrinado por Hermoso y Zerolo que lo hicieron concejal —ya lo había sido por UPC— y Cronista Oficial de la Ciudad. Cambió de color pero no de Consistorio. G. A. me decía, bromeando, que siempre soñó con ser travesti. Y yo le respondía que, en política, lo había logrado plenamente.
En 1984, prologué uno de su medio centenar de libros: «El canto del mirlo». Eran un conjunto de máximas que fluctúan entre la delicadeza de los hai-kai japoneses y el aforismo de las greguerías nuestras. La pasión de Gómez de la Serna dicen que era el circo; la de Gilberto los molinos. Típica máxima del Gilberto lagunero profundo: «La vieron sola en Santa Cruz. Quedó criticada». Me contó, más tarde, que la curiosidad le hizo leer el prólogo por la calle. Se iba riendo. Y la gente lo miraba con cara rara… Unos añitos después, en una tarde del julio marinero del Puerto de la Cruz, se fue a la Casa de la Aduana a la presentación de un libro mío. El acto estuvo a cargo de un canónigo, un abogado socialista y otro periodista de fuste. El éxito de la publicación se celebró, luego, con un almuerzo, en el Tigaiga, en el restaurante «Tinguaro». G.A. asistió a ambos eventos, de los que dio, en sus artículos, cumplida cuenta.
Entre sus numerosos libros, recuerdo, con especial cariño, los dedicados a su ciudad natal, La Laguna —de la que decía: «Hoy que no ayer, ciudad sin fronteras»—, el antiguo Santa Cruz, las turroneras, el callejón de Briones, las bodegas, los orígenes de la Aviación en Tenerife, «los poncios»… Como su compañero de las páginas escritas de «La Tarde» y de las sonoras de Radio Club, Álvaro Martín Díaz, Almadi, soñaba con la isla de San Borondón. Su fecunda fantasía bautizó al último volcán del Archipiélago, el palmero Teneguía. Y en fin, conservo la imagen, de sus últimos años, al mediodía, sentado, al decir de Carmelo Rivero, en su escaño del Café Montecarlo, en la avenida de Anaga. Allí, miraba al mar, bebía «manzanilla» y esperaba, estoicamente, al taxi que le llevaba a Tacoronte. Un viejo mercedes que subía lentamente. A paso de carreta. Como a él le gustaba.
Personaje polifacético este G. A.: periodista a lo Larra, autor y actor teatral, ecologista de vocación tardía, crítico musical, ex negro de políticos caribeños. Se ha dicho, en suma, que fue un personaje de muchísimo cuidado. Con la pluma por fusil, según el profesor Julio Hernández. En otro orden, se cree que murió por el mal que, desde hace años, llevaba enroscado a la garganta. Que los últimos zarpazos, en el Hospital Universitario, fueron en las tripas. Pero parece que algo tuvo que ver la tristeza, el aburrimiento, el desamparo por parte de quienes estaban llamados a arroparlo. Que sean estas líneas de homenaje a los que sí estuvieron a su lado: a Iris, compañera de venturas y desventuras; a sus hijas; a sus nietos, sobre todo a Hugo y Tanausú que quieren ser periodistas como Gilberto.
Vuelvo al prologo mío de marras: «Sin personajes como Gilberto Alemán, Tenerife sería insoportablemente aburrido. Y habría que pensar en emigrar». Con mejores palabras lo ha expresado Juan José Armas Marcelo, colaborador de postín de ABC y viejo amigo de los tiempos de Castedo: «Estamos perdiendo este tipo de personas, tan valiosas, en las Islas, con el agravante que no alcanzamos a ver que otros puedan cubrir sus ausencias».
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