Terrorismo
Antonio Aguayo, el guardia civil de Málaga que logró burlar a la muerte tras ser tiroteado por ETA
El agente malagueño fue herido de gravedad en un piso franco durante un dispositivo para detener al Comando Donosti
Con 67 años de edad, hoy ha convertido su vida en un homenaje continuo a la Benemérita
Luis Francisco Vertedor
Suena una explosión. Una bola de fuego y humo negro envuelve a un vehículo en pleno paseo de Larracho . «Ha sido en Alza, ha sido en Alza», se escucha por la radio. La unidad más cercana de la Guardia Civil está pasando revista ... de armas. Todas están descargadas. «Allí vive Ángel, corred», dice uno de ellos. El Land Rover vuela sobre el asfalto . Los agentes van intercambiándose los subfusiles, cargándolos de munición. Llegan tarde. Hay que sumar otro compañero más a la lista de asesinados por ETA . Cualquiera puede ser el siguiente. Y todos lo saben.
De aquello hace ya casi cuatro décadas , y hoy nadie muere por conseguir la independencia de Euskal Herria . Ni civiles ni uniformados. Las nuevas generaciones pasean por las calles del País Vasco como pueden hacerlo por el resto de España. Sin miedo. Algunos ni siquiera saben quién fue Miguel Ángel Blanco . Porque no lo estudiaron o porque no les interesa. Los más mayores no pudieron elegir: lo vivieron. Entre ellos está Antonio Aguayo, ex guardia civil de 67 años . Su historia es particular. Picó billete al infierno sin saber si habría viaje de vuelta.
«Saqué una buena nota en la Academia e hice una promesa: que mi destino fuese el peor ». Desde su Málaga natal, lo destinaron a San Sebastián, al principio de la década de los ochenta . «La cosa se puso fea pronto». Seis meses antes de terminar su formación, ya estaba en la calle. No le importó. La Guardia Civil era su pasión. También en el peor sitio y momento posible. Inchaurrondo . Un lugar recordado como la tumba de un centenar de agentes.
Allí se instaló en 1980. En pleno cenit de los años del plomo. Junto a su mujer y a sus dos hijas pequeñas. Vivieron una breve temporada en un piso y después fueron trasladados a una casa cuartel junto a otra familia «para evitar riesgos». Su rutina era simple, pero no por ello sencilla. Tenían que lograr una exposición mínima. Antonio hacía su servicio de paisano y Dori, su mujer, consiguió ingeniárselas para trabajar en el cuartel . Montó una peluquería. Pasaba las horas peinando y cortando el pelo a las mujeres de los guardias. «Los días se hacían larguísimos, sólo el trabajo me aliviaba un poco».
Las salidas eran muy estrictas. Dentro había un supermercado, solo con productos básicos, por lo que tenían que ir con frecuencia al centro comercial más cercano. Protocolo mediante. Mirando debajo del coche y sin compañía . Menos aún juntos. «Si alguna vez salía con Antonio, siempre era por separado; me daba pánico». Para llevar a las niñas al colegio, más de lo mismo. Cautela y escolta policial . Eso último ni siquiera ella misma lo sabía. Se enteró más tarde.
Con todo, los desplantes y situaciones controvertidas ocurrían. Una vez, recién llegada a San Sebastián, «de novata», entró en una tienda, nadie le hablaba ni le decía nada, hasta que preguntó que cuándo le tocaba. «A ti nunca, ya te puedes ir», le espetaron.
En otra ocasión, Dori iba en su coche con Dolores, una amiga, también esposa de agente policial, cuando se toparon con una manifestación abertzale. «Nos rodearon, levantaron el coche y lo pusieron en la acera». Así hasta que decidieron devolverlas a la carretera. «Dolores no paraba de llorar y yo le decía: para, que así llamamos más la atención».
También en la fiesta de la Tamborrada tuvo problemas; la hicieron bajarse del autobús junto a los demás pasajeros para prenderle fuego.
Antonio no tiene menos historias de aquellos días. Cuenta que alguna vez llegó a salir de casa «con la metralleta en una bolsa de plástico» . No corrió mejor suerte que su mujer. Atentaron contra él varias veces. Incluso le persiguieron a pedradas por Rentería para matarlo . La última vez, casi lo consiguen. Le valió tres meses en el hospital , cuatro años de baja médica, secuelas físicas y su retiro temprano del Cuerpo.
A pesar de todo, sigue trabajando, y lo hace desde los diez años. «Casi todos han sido oficios duros». Camionero, jefe de seguridad, tripulante de la marina mercante… y así hasta 19 actividades distintas. Sus amigos lo recuerdan siempre envuelto en una constante aventura: «No para, no para».
Comando Donosti
Apenas un día después del asesinato del agente Ángel Zapatero , todo se precipitó. El propio Antonio iba en la primera patrulla que acudió al lugar de los hechos. «Aquello fue tremendo», rememora con semblante severo y mirada estoica, forjada a machamartillo por el dolor. «La explosión levantó el coche varios metros del suelo, llegué y me puse a recoger e introducir trocitos de mi compañero en una bolsita de plástico».
Los partidarios del hacha y la serpiente habían ganado la batalla. Otra vez. Y entre los agentes crecía un sentimiento de justicia propio de fábula mitológica; el objetivo, descabezar a la Medusa abertzale de una vez por todas. «Nos mataban uno a uno, intentaban minarnos la moral» . Al día siguiente, más.
Dori todavía se emociona al recordar qué pasó. Mira de reojo un archivador repleto de documentos que hay sobre la mesa, en el lomo se puede leer una inscripción con la fecha: «15-06-1984». No la olvidarán nunca. Da un sorbo a una taza de té y empieza a hablar.
«Estábamos las dos familias sentadas viendo la tele, yo me iba a ir a la cama y él, que a las doce entraba a trabajar, me dijo: quédate un poco más, ¿y si no vuelvo…?». Esa noche tenía una operación importante , pero no tanto como otras. Era una más que añadir a la larguísima lista.
El Servicio de Información de la Guardia Civil seguía el rastro del comando Donosti desde hacía meses . De paisano. «Lo mismo eras el electricista que el cuponero». Aquella noche de junio «reventaron» ocho pisos hilando pistas . En el noveno, en pleno casco histórico de Hernani, calma chicha. Tenían sospechas de que varios etarras del talde podían estar refugiados en el piso. Certezas, ninguna.
Antonio pasó más de dos horas en una habitación del piso franco desangrándose tras recibir ráfagas de kalashnikov
A las tres y media de la madrugada llaman a la puerta. «¡Guardia Civil!». Silencio por respuesta. La derriban. Ya dentro, una de las habitaciones llama la atención de los agentes; la puerta está cerrada. Un teniente se dispone a entrar, pero no lleva chaleco. Antonio le indica por señas que no lo haga, que entra él, que sí lleva.
— ¡Guardia Civil, deponed vuestra actitud! — les requiere.
Una figura abstracta aparece en la oscuridad. «Tiene barbas y va en calzoncillos, no veo más». El siguiente diálogo se produce en forma de metralla. Una hilera de proyectiles de kalashnikov impacta en el cuerpo de Antonio . Él también dispara. Ambos caen.
—¡A Aguayo lo han matado, a Aguayo lo han matado! — se oye gritar.
Los compañeros se repliegan y los terroristas se defienden disparando a la libanesa . El guardia civil herido se defiende con su pistola «soltando ocho tiros más», repta por el pasillo hasta la habitación contigua y empuja varios muebles para formar un parapeto. Nadie sabe si Antonio está vivo o no. Reina la confusión y se suceden los disparos.
Llegan los refuerzos: dos centenares de agentes rodean el piso. Es imposible salir. También para Antonio, que se asoma por la ventana. No lleva uniforme y tiene barba. «Parecía un etarra más». No lo reconocen. «Llegan incluso a soltarle algún rafagazo».
Antonio pasa más de dos horas a oscuras en la habitación. Desangrándose . Intenta taponar las hemorragias con la ayuda un cojín y una cortina. «Tenía las tripas fuera» . La mayoría de los impactos son en el torso, el brazo y la pierna; aunque también uno de los proyectiles le impactó en la cara , alojándole un buen puñado de esquirlas de metal en un ojo. Durante la agonía, intenta negociar con los etarras . Jesús María Zabarte alias «El carnicero de Mondragón», escondido en un zulo, es partidario de entregarse. Sólo él está dispuesto. El resto, nada.
—Que vengan a buscarnos si tienen cojones, txakurras —le responden.
Con el tiempo en contra y sin más alternativa que esperar a la muerte, Antonio se acurruca en un rincón y escribe en la pared, con la sangre que le brota de las heridas, las que pudieron ser sus últimas palabras: «Viva la Guardia Civil» y «Love Dori» .
Durante todo ese tiempo, Antonio pensó. Mucho. Quería salir de allí para poder ejercer su papel como padre. «No perder el conocimiento ni un solo instante lo salvó» , recuerda su mujer.
En un momento de tregua, Antonio consigue avisar. Aún vive. El operativo se vuelca en sacarlo. Descartada la puerta principal, la única salida viable es a través de la ventana. El agente pide una escalera. No hay. Corta unos cables de teléfono para hacer una liana. Tampoco puede. «No me llegan, son demasiado cortos». La última opción: unas cortinas. Las anuda y desciende por ellas hasta la cornisa del primero . No dan para más. Acaba lanzándose sobre los brazos de sus compañeros. Y de ahí, al hospital.
Por la corbata
Siete menos cuarto de la mañana. Tocan a la puerta de la casa cuartel de Inchaurrondo.
— Dori, venimos a comunicarte que hemos tenido un accidente con el coche . No te preocupes, Antonio sólo tiene un brazo roto. Está todo controlado. Vente con nosotros.
Nervios a flor de piel. Dori solo atina a calzarse y a coger las llaves; se va prácticamente con lo puesto. Llegan a la Cruz Roja de San Sebastián. Pasan los minutos. Nadie parece saber nada: ni qué le ha pasado a su marido ni cómo está. Sólo puede esperar, esperar y seguir esperando.
« Cuando me entero de lo que realmente pasaba … ¡madre mía! Estaban haciendo tiempo hasta que llegaran el ministro del Interior, José Barrionuevo , y el director de la Guardia Civil, José Antonio Sáenz de Santa María, para colocarles una bata y que entrasen a ver a mi marido a la UCI antes que yo. ¡Y de eso nada! Se me fue la cabeza y cogí a Sáenz de Santa María por la corbata y le dije: ¡no tenéis cojones de entrar ninguno antes que yo!».
Y así ocurrió.
Los representantes públicos entran después. Máxima y entera disposición. «Tendréis lo que pidáis», les insisten. El matrimonio lo tiene claro: quieren un nuevo destino . Volver a su tierra, con su familia y amigos. Poner distancia de por medio.
De vuelta en la sala de espera, suena al teléfono. Hay un nuevo contratiempo. Otro más. Alguien al otro lado de la línea pide hablar con la mujer del herido.
—Quiero que salgas de ahí cuanto antes con tu marido. Mi hijo era policía, entró allí vivo y murió con una transfusión.
La histeria se apodera de Dori. Quiere salir de allí cuanto antes. Como sea. «El director del hospital insistía, que no podían trasladar a Antonio a ningún lado porque había que amputar el brazo derecho . Me ponían papeles por delante para que los firmase. ¡Y de eso nada, si hay que cortar, ya se cortará en otro lado; aquí no!».
La solución: un traslado en ambulancia hasta Bilbao y un vuelo directo a Málaga . Nueva polémica incluida. «No me dejaban llevar a mis hijas». La mayor se quedó en tierra, con la familia del cuartel. En cambio, y «tras insistir mucho», consigue montar en el avión a la pequeña.
Ya en Málaga, todo evoluciona de forma favorable, y lo más importante: no hay que amputar.
¿Y la recuperación? «Pues… bastante bien quedó…».
Antonio Aguayo ha convertido su vida en culto a la Benemérita; su mujer ha sido delegada en Málaga de la AVT
Ahora, sus vidas continúan. Distintas, modificadas, enrarecidas; si se quiere, pero no truncadas. Siguen un camino diferente y por separado. Pero con un fin común: dar a conocer lo que vivieron.
Antonio está dispuesto a hablar, quiere que los jóvenes conozcan su historia . «¿Y tú, sabes que nos mataban cada día a la misma hora?», interroga a todo aquel que le pregunta por ETA. Ha convertido su existencia en una especie de culto continuo a la Benemérita . Desde las paredes de su casa, hasta la foto de perfil de WhatsApp. Todo. Dori, en cambio, se ha volcado con la causa a través de la Asociación de Víctimas del Terrorismo , de la que ha sido delegada en Málaga durante años. Ya apenas se reúnen, pero ella sigue presta y dispuesta a lo que surja. «Ojo, que yo voy donde haga falta».
37 años después y a 1.000 kilómetros de distancia, aún tienen mucho que decir, lo recuerdan todo; tampoco quieren olvidarlo. Ni el dolor, ni el sufrimiento o la metralla de un kalashnikov pudieron con ellos; y en lo más profundo de sus corazones, al igual que en aquel viejo piso de Hernani, todavía perdura una consigna escrita con sangre.
«Viva la Guardia Civil».
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