CULTURA
De cómo Alejandro Dumas perdió la oportunidad de ver el Santo Rostro cuando pernoctó en Jaén
El autor de «El conde de Montecristo» prefirió quedarse en un mesón mientras sus amigos visitaron entusiasmados la Catedral
Javier López
Dos años después de publicar «El conde de Montecristo» y «Los tres mosqueteros» Alejandro Dumas recaló en Jaén camino de Argelia, comisionado por el ministro de instrucción pública francés. Le acompañaba su primogénito y un grupo de amigos, que decidieron visitar la ciudad ... mientras el autor romántico optó por permanecer en la fonda. Peor para él: su gente quedó entusiasmada con la visita a la catedral, donde le fue mostrado el paño del Santo Rostro .
En su libro sobre su viaje por España «De París a Cádiz» describe el momento: «Nos detuvimos en un mesón del que no debíamos salir hasta medianoche. Mis compañeros aprovecharon este descanso para recorrer la montaña. Yo me quedé en el hotel, porque tenía algo mejor que hacer, escribirla a usted. Volvieron radiantes de ese entusiasmo que hacen gala quienes quieren inspirar a los demás de la pena de no haber visto lo que ellos vieron ».
¿Qué suscitó el contento gabacho? Que lo escriba Dumas, que se le da bien: «Ellos vieron, a la luz de los últimos rayos del sol, el magnífico paisaje que acabábamos de recorrer y, alumbrada por las antorchas, la gigantesca Catedral, que parece desafiar con su altura y su tamaño la montaña que tiene al lado. Esta Catedral posee en su tesoro -por lo menos así se lo han asegurado los canónigos a mis compañeros- el lienzo auténtico en el cual la Santa Verónica recogió, con el sudor de su pasión, la faz de Nuestro Señor ».
En la página web de la Catedral se relata que a lo largo de los siglos la tradición popular ha considerado el Santo Rostro como uno de los pliegues con los que la Verónica enjugó la faz de Cristo en su camino hacia el Calvario. Y aclara que los primeros datos ciertos de su presencia en Jaén se remontan al siglo XIV . La reliquia se guardaba en el sagrario de la iglesia mayor, y solo era mostrada a los fieles en dos ocasiones: el Viernes Santo y el día de la Asunción. Con ella se bendecían los campos desde los balcones del templo.
La catedral asombró a los amigos del literato en el año de Dios de 1846 no solamente por sus dimensiones (32 metros de altura, torres aparte, y 33 de anchura) sino seguramente también por su equilibrada mezcla de estilos (sacristía renacentista, fachada barroca, alta mayor neoclásico) y por lo que tenía de hallazgo. Encontrar en una ciudad de menos de 19.000 habitantes uno de los templos más bellos de la cristiandad apuntaló la buena impresión que Jaén dejó en la comitiva.
En este sentido, Dumas es breve, pero generoso, al referirse a la ciudad y sus umbrales, según refleja en el libro. «Por la tarde, al caer el sol, nos acercábamos a Jaén, antigua capital del reino de su nombre. Acercándonos, divisamos por vez primera el Guadalquivir, Oued-el-Keli, el gran río . Los moros, asombrados al ver tanta agua de una vez, saludáronla con aquella exclamación que sus sucesores han convertido en Guadalquivir”.
El gran río no atraviesa Jaén, pero a un novelista no hay que pedirle descripciones exactas, sino que maride bien el adjetivo con la geografía. Y en esto Dumas es un maestro: «Jaén es una inmensa montaña leonada. El sol, mordiéndola, le ha dado un tono bistre sobre el cual las viejas murallas árabes destacan sus líneas caprichosas . La ciudad africana, edificada en la cumbre, ha descendido poco a poco hacia el valle. Las calles empiezan en el primer contra puerto y principian a escalar la cuesta desde la que se atraviesa la puerta de Bailén».
Dumas abandonó Jaén durante el primer sueño de la ciudad. Lo hizo para evitar encontronazos con el bandolerismo autóctono, menos trasnochador que el de la Meseta: «Partimos a medianoche. Parece que, según las Españas distintas, son distintas las horas de los bandidos . Recordará usted, señora, que en la Mancha actuaban de medianoche a tres de la madrugada; en Andalucía aprovechan precisamente esas mismas horas para dormir».
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