VERSO SUELTO
Jazmines de Navidad
La plaza de Aladreros ha quedado como un paseo con sabor a mitad del siglo XX
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Iniciar sesiónHay dos cosas que me han alegrado las noches de diciembre. Por lo general estos días últimos del año acaban con horas inhóspitas y negras. Quienes terminamos de trabajar tarde salimos de la burbuja de una redacción al frío áspero de la ciudad seca y ... a esas horas, aunque no sean más que las diez de la noche y en la calle Cruz Conde haya mucha gente mirando a las estrellas artificiales pero hechizantes colgadas del espectáculo de luz y música, Córdoba parece un mundo blindado con persianas herméticas. Rara vez se intuye un hogar en las fachadas, aunque dentro estén adormeciéndose al son chillón de las tertulias o despiertos en la alegría compartida de una mesa familiar.
Las noches lo son por no tener luz, pero parece que estos días falta más que nunca, como si el verano con su festival de vida al aire y del fresco aliviando la piel después de unas cuantas horas atroces ya perteneciera a otra vida distinta y lejana. Puede haber gente por la calle buscando la diversión y esculpiendo en el aire figuras caprichosas con el vaho que corta el frío, pero en esencia son noches lúgubres y por eso hay que buscar la luz artificial de lo que está cerrado. Para desmentirlo y crear una noche apacible he descubierto la reforma de la plaza de Aladreros y me han quedado unos cuantos jazmines de Navidad, que salen cada pocos días con el trabajo del salmón que tiene que nadar y muscularse a contracorriente.
La plaza Antonio Fernández Grilo, la de Aladreros y la calle Pintor Cuenca Muñoz son uno de sus lugares en Córdoba que tiene fronteras difusas. Sólo los vecinos de toda la vida tendrán claro dónde empieza cada una y a qué nombre pertenece cada número. Hasta hace poco formaban una calle en que los volantes se movían como en los coches de tope, aunque la pista tuviera forma de serpiente. Ahora, después de la reforma que acaba de terminar y ya casi libre de vallas, es un paseo que tiene un fino sabor a mediados del siglo XX, sobre todo por las farolas y los bancos. El pavimiento es más de lo mismo y habrá que ver cómo resiste a los coches de los residentes y de los viajeros, pero por ahora pasar por allí de noche tiene algo parecido a un viaje en el tiempo.
La justa luz de las farolas recuerda, salvando las anchas distancias, a las doradas de la plaza de Capuchinos y al llegar a la mitad entra la tentación, y habrá que dejarse caer en ella cuando llegue la primavera, de detenerse en un banco a disfrutar un poco del oasis de tranquilidad. No hay allí caserones históricos ni rincones de los que embrujan a los amantes de los tópicos, ni habrá que soñar con el caballero de sombrero cordobés hablando con su amada a través de una reja, pero se ha conseguido un ambiente de plaza recogida e imposible con una obra muy sencilla, una salita acogedora en este tiempo donde la ciudad parece echar a los paseantes al interior de los bares.
Estos días se endulzan también con los jazmines que siguen apareciendo en las ramas frías. Ya no crecen descarados e innumerables como en verano, sino tímidos y con dificultades. Y como no se hace tanta vida en la terraza y no hay forma de salirse a leer, es mi esposa quien de vez en cuando los coge y los deja encima de la mesa, y me dice lo bien que huelen. Entonces, cuando su aroma frágil se despliega como el vuelo ligero de un gorrión, dan ganas de apagar los radiadores y soñar con los días en que parece que las agujas del reloj se detienen para que el sol no acabe la despedida.
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