CRÓNICAS DE PEGOLAND
El videoclub
En tiempos en los que todo se encarga pulsando un botón quedan tres dispensadores de películas cara a cara
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Iniciar sesiónDando un garbeo por extramuros con la sangre de mi sangre, un preadolescente griposo, nos topamos con uno de los tres videoclubes que, según informa Google, siguen abiertos en Córdoba con ese maravilloso nombre. El hallazgo casual fue como encontrarse con un ... australopitecus o un caballero de los veinticuatro, un hecho de otra época felizmente redivivo y fosilizado para regocijo de los que consideramos que otros tiempos no fueron expresamente peores. Como una caña en el bar Pancho de la calle Montero o tener acetona (¿por qué tuvimos tanta acetona en los setenta y ochenta si ahora no la padece nadie?). En estos años en donde la gente encarga el salmorejo a un señor que llega en bicicleta -que ya os vale con la vagancia-, el asunto de la elección de película se ha convertido en trivial, casi automático. Se coge el mando, se entra en la plataforma que se esté pagando y se pulsa el botón de seguir viendo la serie hasta que el fin de la temporada diga aquí estoy yo. Como escuchar música, que ha pasado a ser un asunto programado en una lista controlada por un algoritmo que se sabe de memoria que, ante una tarde depresiva, no hay nada como ponerse a Ray Davies y los Kinks tocando «Sunny afternoon» . Cerveza helada, una puesta de sol, la vida pirata es la vida mejor.
Las nuevas generaciones digitales han de saber que una visita colectiva al videoclub era una de esas experiencias que podía romper una familia, hacer añicos años de amistad. Lo mejor, dónde iba a parar, era ir solo, trincar las pelis y pedir perdón por la elección una vez en casa. Una elección polémica entre los anaqueles de aquellos establecimientos podía acabar resquebrajando a la pareja más compenetrada. Los niños imponían su santa voluntad. Los debates se convertían en discusiones y las discusiones en guerras, en las que tenían que mediar unos caballeros y damas discretos, responsables del negocio, que llevaban el control de las películas con cartoncillos como los de las bibliotecas. Y nunca estaba el estreno ese que acababa de salir en VHS , ese que tantas ganas tenías de ver, porque de esos siempre traían pocos ejemplares que eran siempre pasto de «jartibles», los que dejaban la carátula vacía y yerma. Los sueños rotos del sábado por la tarde. Esos que siempre llegan antes a las cosas buenas de la vida.
Hubo un tiempo que hubo más videoclubes que salas de apuestas ahora. Donde los había populares, automatizados y elevados, como los amigos de Fuentes Guerra . Ahora se han convertido en una auténtica rareza fruto, quién sabe, de la capacidad de las cosas humanas de perdurar hasta en las condiciones más adversas. Acaso los videoclubes fueron las primeras víctimas, nunca reconocidas, de la aparición de lo digital, de la supresión del nosotros por el yo conectado. Donde acabarán los cines, las tiendas de discos, las librerías, los periódicos de papel, las emisoras de FM. Las cositas buenas que tiene la vida.
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