Física ambulante

Los expertos nos advierten de lo obvio. La distancia mínima, el uso de mascarillas y la ventilación constituyen los tres ejes vertebrales para frenar el alto índice de transmisión de un virus escurridizo. La lógica nos informa, por consiguiente, de que los espacios cerrados elevan considerablemente las probabilidades de contagio, en la misma proporción en que los lugares abiertos las disipan.

Si nos guiáramos por criterios estrictamente científicos, llegaríamos a la conclusión de que el índice de viralidad resulta sustancialmente más intenso en un centro comercial cerrado que en un mercadillo de barrio. A simple vista, el razonamiento es difícilmente discutible. Los aerosoles infecciosos vagarían durante horas por la atmósfera inmóvil del complejo comercial de El Arcángel, pongamos por caso, mientras que en el mercadillo dominical del recinto ferial se disolverían por efecto de la primera brisa de la mañana.

Hasta aquí las leyes inexorables de la física. Otra cosa son las normas esotéricas de la administración . Que seguramente tendrá sus razones. No lo ponemos en duda. De otra forma es difícil de entender que un mercadillo al aire libre sea clausurado a cal y canto mientras que una gran superficie bajo techo se mantenga abierta en estos días aciagos de otoño.

El huracán del coronavirus ha puesto patas arriba el planeta. Ha arrollado a gobiernos, colapsado hospitales y desarbolado a la comunidad científica de los cinco continentes. Desde ese punto de vista, nada que objetar. Lo que no esperábamos es que un ser diminuto como este tuviera la capacidad de subvertir los principios universales de la física y alterar el comportamiento de los aerosoles en espacios abiertos.