Semana Santa
La música del silencio y oración: cuando la Buena Muerte recorre la Madrugada de Córdoba
La cofradía pisa las calles en una noche de intimidad y fidelidad a su estilo
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Una música rítmica, sutil e inconfundible, convoca a la Madrugada de Córdoba. La Buena Muerte es cofradía de silencio, sí, y hay que contemplarla respetando su personal forma de estar en la calle, y si es que es posible hablar cuando ha desplegado su belleza.
Hay que recibir a la cofradía como se entra en una iglesia: con una emoción que apenas permite hablar en algunos susurros, pero quien se acercó anoche a seguirla también escuchó sus pequeñas músicas, que como la de los instrumentos tiene su cadencia y hasta su canon.
Lo pensaron quienes la escucharon, justo al final, allí donde la Buena Muerte, además de admiración, estilo y sobriedad, es también deslumbramiento y exuberancia. La Reina de los Mártires llevó banda dos veces extraordinarias, pero tiene su música y es la de los flecos que golpean en los varales.
Tiene el ritmo exacto del paso largo y del golpe acompasado y en ella también se reza y se pide a la Virgen que no abandone a quien está en la acera. El mismo que lo reconoce justo en su medida, como lo recuerda. La Buena Muerte había salido justo a la medianoche de San Hipólito y regresaba a casa por la Puerta del Perdón hacia Deanes.
En este año la Agrupación de Cofradías le permitía salir por allí y evitar el rodeo por Santa Catalina, igual que hará el Resucitado. Los que van a verla todos los años no deben notar cambios: la fidelidad a sí misma es una bandera. Había tres nazarenos con la misma túnica y varas distintas: una representación de la joven y prometedora fraternidad del Cristo de la Confianza.
El Cristo de la Buena Muerte, austero en su paso, combinaba los claveles rojo sangre con un pequeño friso de iris, y había que buscar en la memoria para pensar en otro momento en que combinase dos especies. Por Judería le cantaron una saeta vieja de Córdoba: corta, austera, menos flamenca que las de siempre.
Libro de reglas
Estrenaba la cofradía el nuevo libro de reglas, un evangeliario de principios del siglo XX, y la restauración del bacalao, y en los cirios al cuadril de sus nazarenos iba un suspiro de admiración de quien quisiera algo así para el lugar de donde venía.
Pareja de nazarenos tras pareja de nazarenos se iba acercando Nuestra Señora Reina de los Mártires, y la música de las bambalinas de su palio deslumbrante la anunciaba, con la precisión de un caminante que sabe a donde va.
No faltaba público en las aceras, y todos podían pegarse al perfil, rezar ante los grandes ojos de la Dolorosa, disfrutar otra vez de su palio inalcanzable, con impecables rosas blancas. Se habían recogido las cofradías del Jueves Santo y todavía quedaba mucho por rezar.
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