Los libros al sol

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Luis Miranda

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No sabe uno si los promotores de Flora y sus audaces y a veces estrambóticos protagonistas contaban con esta lluvia y con este cielo plomizo de finales de octubre, si bien parece que las plantas agradecerán el regalo del agua breve, este otoño no sé si anticipado pero al menos sí que definitivamente abrupto. Hay gente que sale encantada o contrariada del Patio de los Naranjos o del Palacio de Viana con sus paraguas y con sus impermeables rescatados del fondo del armario y se va a la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión, porque quiere ir de un modo consciente y determinado o porque aquello le coge de camino, y resulta que echa en el bolso o en la mochila lo que pilla o le que le sorprende y luego busca donde sentarse a leer al aire libre, porque un libro en la calle también encuentra su patria y su sitio, que no están sólo en la reclusión y en la intimidad de la biblioteca modesta del piso. Y ahí tenemos un problema. ¿Dónde se va uno a bucear en esas primeras páginas? Adonde puede, a una terraza, al exterior de un bar, que por lo común es un lugar incómodo, ruidoso, con los veladores sin una lamparita alta o de mesa que ayude en el propósito. Vale, un velador o una taberna no son bibliotecas, pero no tienen por qué no poner un poco de su parte para que ese tipo de cliente se sienta allí a gusto. El otro día me quedé mirando con una envidia tremenda a un hombre ya entrado en años que leía no sé qué y anotaba en su cuaderno muy plácidamente en un reservado de la taberna La Fuenseca.

Dice el periódico que la Biblioteca del Grupo Cánticova a poner cuarenta mil libros a la vista. Que es donde tienen que estar.