Martes de Feria de Córdoba, la felicidad dilatada de un reencuentro
Crónica
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Córdoba
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Iniciar sesiónDalí tuvo la idea de los relojes reblandecidos un día que quedó para comer en la Feria. Se lo dijo a su amiga Ana cuando las dos llegaban a la caseta en la que habían reservado una mesa de esas largas, para comer. Cinco ... parejas y cuatro solteros, cada uno con un trabajo, un punto de Córdoba desde el que llegar y una forma de desplazarse distinta.
Sí, definitivamente los relojes se hacían relativos y poco exactos en la Feria, como aquellos del cuadro. «La persistencia de la memoria», le dijo Ana, que había cursado Historia del Arte, y ella le dio un palmotazo en la mano para reprocharle la precisión.
Lo primero que notaron al bajar del autobús fue el calor. La Feria de Córdoba nunca había sido fresca, pero tenían el buen sabor de boca de 2024 y también la mala memoria que hace dejar en la cuneta lo que hizo sufrir. Ana le contó que había estado el día anterior, el lunes, en la fiesta, en una comida de empresa, y que estaba del todo desértica.
El lucido ambiente el martes de Feria, en imágenes
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Ahora había calles un poco más llenas, más gente que iba y venía. Las casetas a las dos y media todavía estaban casi vacías, pero era lo que se esperaba. Se lo iban contando mientras las dos se cuidaban de que el mantoncillo no cogiera los ángulos de cuando se camina demasiado. «¿Y Carlos, cuando viene?».
Esperaba la pregunta, pero no tenía la respuesta. Su novio no tenía una hora fija para salir del trabajo. No era lento, pero su carácter perfeccionista no le ayudaba a ser el primero en fichar para la salida. Decía siempre que prefería dejarlo todo listo y no tener después la obsesión de que se podía haber hecho mejor.
En esos momentos en que terminaba y no encontraba la manera de poner el último punto ni siquiera contestaba a los mensajes. Encontraron de camino a la caseta unos cuantos coches de caballos y pudieron saludar a unas amigas del barrio que estaban como ellas, entre las madrugadoras que después tendrían que esperar a los demás. Entretuvieron el rato con una primera charla, porque eran conscientes de que los demás todavía tendrían que tardar.
La Feria se desperazaba. Por las calles veían pasar a jubilados y a mujeres mayores vestidas de flamenca, a grupos de jóvenes que tal vez se hubieran saltado algunas clases, a quienes se habían pedido algunos días de vacaciones y a gente que había trasladado a la Feria su trabajo. Por la calle de Enmedio les ofrecieron sitios para comer casi a cada paso, pero era el riesgo que tenía que ir por la sombra.
Al llegar se pidieron unas cervezas y les pareció que la mesa reservada era eterna. Pidieron unas sevillanas y las bailaron, pero al cabo se volvieron a sentar en busca de los mensajes y encontraron novedades.
Carlos había escrito, o más bien había enviado un selfie. Acababa de subirse a su coche junto a una pareja y una de las solteras del grupo. Era precisamente la que estaba al lado, cara con cara, cuando había hecho la foto. «No sé cómo caben tantas sonrisas, sobre todo la de Blanca», dijo entre dientes, sin que Ana se diera cuenta.
Muchas de las casetas estaban ya reservadas, pero ir a la Feria no es fácil y lo habitual era que empezaran más tarde
Dio un sorbo a lo que quedaba de la cerveza y pidió otra enseguida. A partir de ahí se marchó al coche que tenía que traer a los que quedaban. En el autobús tenían que llegar todos los que faltaban y no dejaba de preguntarse cómo es que Blanca no se había ido con los demás y sí con Carlos. Si la parada la tenía más cerca de su trabajo que nadie.
Le preguntó a Ana por su madre, que andaba delicada de salud, sólo por salirse de los pensamientos, pero sucede que la cabeza muchas veces funciona de forma independiente del oído. La caseta se iba llenando y al acabar la conversación tuvo que mirar otra vez la fotografía de su novio y los demás subiéndose al coche. «Ya llegamooos», decía.
Lo cierto es que nunca se había tenido por celosa y hasta llevaba aquella actitud como una muestra de madurez. Había tenido antes un novio controlador y el afán por ver fantasmas por todas partes le parecía patético. Más dañino para el celoso que para el celado, porque llegaba a conclusiones desquiciadas mucho peores que el tormento que daba a quien estaba al otro lado. Pero había empezado y ya no podía parar.
Cada vez más llena
Desde que Blanca había roto con su pareja había empezado la cacería de lo que tuviera cerca. Habían sido algunos años de relación intensa y tenía ganas de probar cosas nuevas, de no cortarse y menos atarse. Estaba claro, o eso le parecía. El riesgo, lo prohibido, romper las normas. Y él después de todo era un pardillo que no se daba cuenta, que era demasiado alegre y demasiado abierto a todo el mundo.
Llegaron los del autobús, que podía ser más rápido que el coche con sus atascos y con los besos y abrazos se le fue olvidando, pero al rato masticaba otra vez con fuerza el jamón. Por las ventanas de la caseta encontraba las calles cada vez más llenas y muchas mujeres que se protegían del sol como podían, porque era un día como de julio o como agosto.
Por fin llegaron Carlos y los demás. Tragó un poco de saliva cuando vio que iba con su amigo y que las dos mujeres charlaban juntas, al menos cuando entró en la caseta. Le dio un beso breve y empezó a abrazar a todo el mundo mientras ella ya reservaba el sitio en el que tendría que sentarse.
Espero con paciencia, se había pintado los labios para abrirlos tanto como había visto en el teléfono y dejó que preguntase a todos los demás antes de sentarse. Le escuchó una carcajada franca, de estar relajado, y volvió a hablar entre dientes: «Tú ríete. Ríete ahora que puedes».
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