La Graílla

La Magdalena

Imaginé la vida girando en torno a la iglesia: bautizados, los matrimonios sin lujos, entierros en que se hablaba de la fugacidad de la carne

Mayo cojea (6/4/2024)

No hay cielo gris ni lluvia impenitente que consigan que el alma sensible no se detenga en la plaza de la Magdalena, gire sobre los talones, respire hondo y empiece a llenarse los pulmones con el aroma de una armonía insólita, casi imperceptible ... para el que busca la belleza en la monumentalidad grandilocuente.

Era de charcos y viento que doblaba los paraguas la tarde de lo que apenas podía llamarse Miércoles Santo, llegaba desde las puertas cerradas de San Lorenzo en busca de las de San Pedro y pensé al salir a la plaza, siempre sugerida en la sencillez de su proporción como un castillo de arena apenas tocado por la marea, que había atravesado algún arco del tiempo para llegar a otra época.

Ni motores ni paseantes ni apenas aparatos estaban en aquel momento para hacerme caer en la cuenta de que era el año 2024 y de que las campanas no iban a llamar a misa alguna, ni buscaría nadie alguna oración silenciosa en capillas de las que ya no queda ni siquiera el hueco.

Pensé al llegar por la calle Crucifijo y mirar la limpieza encalada de la ermita en aquella antigua cofradía que salía el Jueves Santo con el que hoy se llama Cristo del Amor y ocho pasos más. Juan Carlos Jiménez Díaz, cuya tesis sobre aquella mítica corporación espero como agua de mayo, me invitó una vez a imaginar cómo sería escuchar los latigazos de los flagelantes de túnica blanca llegando por Muñices o Santa Inés, pero abríamos los ojos y la hornacina del que se llamaba Santo Crucifijo no era ya más que un decorado vacío y cercado por los libros de la biblioteca de la UNED, y las imágenes que salían a las calles se desperdigaron por Córdoba hace ya mucho.

Pensé en aquellos minutos breves de camino que dentro de la Magdalena quizá estaría en besapiés el viejo Crucificado del sagrario, y en una capilla la Virgen que había llegado de la ermita de los Dolores Chicos esperaría el momento de vestirse de malva. Y sobre todo imaginé la vida girando en torno a la iglesia: los recién nacidos bautizados, los matrimonios bendecidos sin decoraciones silvestres ni lujos y los entierros en que se advertía de la fugacidad de la carne.

De la calle Ancha de la Magdalena o de Isabel II pudo haber salido alguna viuda para encargar en el templo misas por su marido, que faltaba desde hacía dos años, y algún 22 de julio que apenas se puede reconstruir la iglesia brillaría para su fiesta grande.

No podían imaginar aquellos feligreses que verían su iglesia sin culto y mutilada, su historia disuelta en unos pocos conciertos, sus calles repartidas entre otras parroquias, y también éstas y sus casas medio vacías. Cómo iban a pensar los alarifes y maestros de obras del Santo Crucifijo que aquella tradición que veían robusta apenas se podría reconstruir por unos documentos. Cómo van a pensarlo quienes -sic transit gloria mundi- ahora presumen de vigor por calles llenas, móviles alzados y fieles que sólo hacen la cruz ante un paso en la calle.

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