75 aniversario de la muerte de Manolete
La historia del último día de una leyenda
El torero falleció el 28 de agosto de 1947 en la localidad de Jaén a la que llegó conduciendo su Buick azul, y que traería después el plasma noruego que sentenciaría su vida
Así contó ABC la crónica de la tragedia
La Córdoba del Monstruo
Manolete, mito vivo
Álvaro R. Del Moral
Córdoba
La última vez que Manolete pisó en vida las calles de Córdoba fue el 14 de julio de 1947. Venía de torear en la Línea de la Concepción, octava escala de una atípica temporada que había comenzado en Barcelona el 22 de junio. Esa ... misma noche, después de cenar con unos amigos en el restaurante Villa Rosa, emprendería viaje a Madrid. El día del Carmen estaba anunciado en la corrida de Beneficencia en la que actuó desinteresadamente mezclando sangre y triunfo.
Tuvo que esperar al ocho de agosto para reaparecer en Vitoria. Después cumpliría otros contratos hasta recalar en San Sebastián, el día 16. En un burladero del callejón un conocido y emergente locutor retransmitía la corrida por los micrófonos de Radio Nacional de España. Era Matías Prats, que percibió la amargura de Manolete. «Me piden más de lo que puedo dar. Sólo he de decir que tengo muchas ganas de que llegue el mes de octubre», sentenció el Monstruo. Había salido al ruedo del viejo Chofre envuelto en el preciosista capote de paseo bordado con la imagen de la Virgen de los Dolores a la que había rezado en aquella postrera visita a Córdoba. Y en San Sebastián, finalmente, se encontró con su madre, que veraneaba lejos del calor africano de Córdoba. Allí le dio el último beso. No volvería a verlo vivo.
En la agenda del torero aún figuraban los compromisos de Toledo, Gijón y Santander -el día 26- antes de la cita de Linares, el 28 de agosto. Al día siguiente de torear en la capital cántabra, después de pasar por Madrid, su célebre Buick azul le tenía que conducir a Linares…
Manolete, mito vivo
Andrés AmorosFalleció hace ya 75 años pero su figura sigue ahí, sin sufrir la roedura del tiempo y elogiada por grandes maestros del toreo
Manolete alcanzó la localidad minera casi al amanecer del 28 de agosto. Le acompañaban Pepe Camará, su apoderado, y Antonio Bellón, íntimo del torero y cronista del diario Pueblo. Al volante Guillermo González, su fiel mozo de espadas; su hombre de mayor confianza. Habían parado a cenar en Manzanares. Tras la cena, distendida y abundante, el propio Manolete tomó el volante del Buick con Bellón de copiloto. Guillermo y Camará se arrellanaron en el asiento trasero. No tardarían en dormirse mientras aquel torero para olvidar una guerra descendía por la vieja nacional IV camino de Linares. Era tarde, tardísimo, cuando alcanzaron el hotel Cervantes en el centro de la localidad.
Comienza el día
La copiosa cena acabaría dando la noche al torero de Córdoba, que se levantó bien entrada la mañana. No tardaría en atender las habituales visitas y hasta una insólita petición por parte del mozo de espadas de Luis Miguel Dominguín, que había olvidado la castañeta de su torero. Guillermo recurrió a Camará y éste acabó preguntando directamente a Manolete, que contaba con una de reserva. «Dásela, para que al menos tenga algo de torero…». Latían los celos profesionales y hasta los manejos del viejo Dominguín que el año anterior había maniobrado para 'colar' a su hijo Luis Miguel en la Beneficencia madrileña del año anterior, la única corrida toreada por Manolete en 1946.
El mozo de espadas había dispuesto un terno de seda rosa pálido con ligeros bordados florales en oro. Ya tenía algunas puestas. En la habitación, acompañando al torero, andaban Álvaro Domecq, Camará, su cuñado Rafael Torres y algunos amigos más. No tardaría en estar vestido y dispuesto para marchar a la plaza que se había llenado hasta los topes en aquella tarde veraniega. Antes encendió una mariposa de aceite ante el retablo de sus devociones: la Virgen de los Dolores, San Rafael, Jesús Caído…
Cuentan que no faltaron algunos aficionados, llegados desde Córdoba, que airearon sus entradas entre protestas. Pero la mayoría le sacó a saludar después del paseíllo. Era la gran estrella del festejo. En los corrales se había encerrado una corrida de Miura que, en un principio, estaba destinada a lidiarse en Murcia aunque el viejo Balañá dispuso que finalmente se embarcara para Linares. En los carteles, con letras grandes, el nombre de Manolete destacaba sobre el de Gitanillo de Triana y Luis Miguel Dominguín, ese cachorro descarado que ya anunciaba su raza de gran figura.
'Islero', segundo del lote de Manolete, se había enchiquerado para saltar al ruedo en quinto lugar. No fue un toro aparatoso que llamara la atención por nada en los corrales. Negro, entrepelado y bragado, tampoco destacó por su juego aunque el diestro cordobés se entregó con él más allá de lo que cabía esperar en una corrida de esas características, alejado del primer circuito. Unas ceñidas manoletinas -marca de la casa- fueron el preludio de la estocada, cobrada a cámara lenta, exponiendo todo y dejando la pierna al alcance del pitón. La cornada fue seca y certera. El asta penetró en el muslo derecho del matador, que giró sobre sí mismo antes de caer en la arena. Islero le pasó por encima y fue a morir junto a las tablas.
La cornada
La impresión, desde el primer momento, fue de un percance gravísimo. Guillermo, su mozo de espadas, no dudó en saltar a la arena. Se lo llevaron a puñados, sangrando a chorros por el boquete que el fiel Guillermo trató de taponar inútilmente. El Pelu, primo hermano y hombre de confianza, se aferró al otro muslo. Dominguín, estupefacto, contemplaba la escena aferrado a su capote de brega. Equivocaron el camino, perdiendo unos segundos preciosos. Pero el doctor Garrido, una eminencia en Linares, ya esperaba en la enfermería, una amplia y luminosa estancia que no estaba mal dotada para la época aunque la presencia inoperante de curiosos -hasta fumando encima del herido- iba a entorpecer la intervención.
Manolete había entrado muriéndose en aquel cuarto de curas. Pero Garrido, auxiliado por el doctor Corzo y otros facultativos de la zona, logró salvar al hombre reparando aquel muslo estallado. El Monstruo cordobés sufría severísimos destrozos vasculares y una copiosa hemorragia que fue contenida. Después de estabilizarlo fue acostado en la sala de hospitalización. Había despertado de la anestesia -en aquella época se usaba éter- y se quejó de fuertes dolores en la ingle.
Pero el herido tenía que ser trasladado para ser intervenido de nuevo. Se optó por una camilla de mano, cubierta por una leve tumbilla, para transportarlo al hospital de los Marqueses de Linares, donde volvió a ser operado para mejorar las ligaduras de urgencia y restablecer la circulación de la pierna. ¿Había pasado lo peor?
Manolete volvió a recuperar la consciencia y hasta se fumó un cigarro que apuró Cantimplas, primo hermano y banderillero de confianza. Camará, su apoderado de siempre, y Álvaro Domecq, amigo íntimo y albacea, se habían hecho cargo de la situación. Mientras tanto, una mujer menuda y llorosa había llegado a Linares desde Lanjarón, advertida por el Chimo. No le dejaron pasar a ver el herido.
El plasma noruego
Manolete había recibido sendas transfusiones de sangre -brazo a brazo- de un cabo de la Policía Armada llamado Juan Sánchez, amigo antiguo de Manolete. También recibió sangre del torero Parrao. El doctor Garrido y su equipo creían que difícilmente podría aguantar otra más. De hecho, el doctor Corzo había llegado a intentar una que cortó de inmediato cuando el torero se quejó de un fuerte dolor en los riñones que evidenciaba el rechazo.
Mientras tanto, Gitanillo de Triana volaba por la nacional IV de la época al volante del famoso Buick del monstruo cordobés. Iba en busca del doctor Jiménez Guinea, que veraneaba en El Escorial.
El prestigioso médico, advertido telefónicamente, había emprendido el viaje acompañado de Rafael 'El Pipo' -futuro descubridor de El Cordobés- y un tal Bermúdez que se dedicaba a la representación de artistas. Habían parado en Valdepeñas a reponer el hielo que protegía unos medicamentos. Allí los encontró Gitanillo. Pero no había tiempo que perder. Subieron al coche que traía el diestro trianero que, literalmente, voló por las cumbres de Despeñaperros para alcanzar el caserío de Linares en la madrugada. El doctor Tamames, reclamado por Dominguín, también había llegado al Hospital de los Marqueses de Linares.
Jiménez Guinea llevaba consigo, sin saberlo, la sentencia de muerte de Manolete encerrada en una bolsa de plasma. Aquel compuesto noruego, utilizado al final de la Segunda Guerra Mundial, ya había sido probado con escasa fortuna en la atención a los heridos de la trágica explosión del polvorín de Cádiz, el otro gran acontecimiento luctuoso de 1947. Su dudosa eficacia iba a volver a ponerse de manifiesto en Linares.
Atención sanitaria
«Si le hacen otra transfusión se lo cargan»
Julio Corzo
Cirujano de Úbeda en 1947
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El prestigio de Jiménez Guinea acabaría imponiéndose a la opinión del doctor Garrido, el médico que había dirigido la operación en la enfermería, contrario a aplicar aquel famoso plasma. «Si le hacen otra transfusión se lo cargan», musitó el doctor Corzo a Garrido. Luis Jiménez Guinea preguntó entonces a Camará y Álvaro Domecq, que se encogieron de hombros. «Eso, don Luis es cosa de usted…». No había vuelta atrás. «Don Luis, ¡no veo!», fueron las últimas palabras de Manolete. El funesto plasma sólo había comenzado a fluir por las arterias de aquel torero para olvidar una guerra. Murió instantáneamente antes de que despuntara el amanecer del 29 de agosto. Era el ocaso de un dios.
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