Pretérito Imperfecto
Paco Molina
Tirar la toalla o morir en el intento. «Mientras no haya evidencia de muerte, hay esperanza de vida», dice Rosa, su madre. Sigamos
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Iniciar sesiónAl igual que en el diccionario de la Real Academia Española no existe un término para calificar el estado de unos padres a la muerte de sus hijos, los que se nos ocurrirían para definir la situación de esos progenitores ante la larga desaparición ... de sus vástagos serían incompletos siempre. De todas las palabras haríamos una suma de sentimientos y sensaciones. Pero ninguna en solitario abarcaría el mar de desesperación, angustia, impotencia, resiliencia, esperanza o resignación que caben en cada uno de los miles de días que se repiten como una condena.
Hace diez años que a Paco Molina, un chico de 16 años del Zoco, se lo tragó la tierra. Salió de su casa pasadas las siete de la tarde del 2 de julio de 2015. Se fue a tomar un refresco con sus amigos a un parque. A las diez y media de la noche mandó un Whatsapp a su padre: «Voy a dormir fuera». A Isidro le extrañó que no dijera a casa de quién iba. «Era la tercera vez que se iba a quedar en casa de ese amigo. Es muy niño, acababa de empezar a salir». Su padre le llamó por teléfono y esa fue la última vez que habló con él. «Cómo iba yo a imaginar esto», dice.
Paco se despidió de sus amigos. Uno de ellos le preguntó adónde iba. «He quedado con un colega en un bar del centro. No le conoces», fue la respuesta. La frase martillea desde entonces a la familia Molina que ha salido de su propia vida para buscarlo y esperarlo. Cada noche. Cada mañana. Cada segundo. Han sufrido la tortura de pistas falsas, el escalofrío de un final que no era cierto o el desconcierto de hipótesis estancadas. Tremebundas causas y sencillos accidentes. Hablan con la Policía, fueron prudentes al principio de esta trágica historia, y se agarran a las fotos de Paco como una invocación simbólica que obre el milagro. No quieren que se apaguen los focos ni que se olviden de su hijo. Miles y miles de rostros congelaron sus vidas en un cartel hace años, lustros, décadas mientras sus familias aparcaron las suyas para aferrarse a sus recuerdos.
Algunos salen en las plataformas televisivas con mucha suerte, otros se apoyan en la empatía con la desdicha similar, se llaman y desahogan. Los hay que buscan impulso en las efemérides o en la atención de los políticos para el caso no entre en encefalograma plano. Fían su destino a una especie de lotería. Envejecen sin alma ni reparan en el tiempo, y ya han usado todos los puntos de fuga a los que su mirada perdida se evade cuando ya no pueden más. Son seres que no están, aunque hacen todo lo posible por no irse. Su único sentido está en una ausencia perenne y su mundo es un vacío infinito. Tirar la toalla o morir en el intento. «Mientras no haya evidencia de muerte, hay esperanza de vida», dice Rosa, su madre. Sigamos.
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