Patrimonio
Cartas de amor en el mármol eterno de los cementerios de Córdoba
En torno al día de todos los Santos los cementerios se llenan de flores, pero el de la Salud ofrece el testimonio de las lápidas que hacen perpetuo el dolor de la pérdida
La visita teatralizada al cementerio de San Rafael, en imágenes
Guía con todos los detalles para visitar los cementerios de Córdoba
Córdoba
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Iniciar sesiónMás que una trozo de mármol con una fecha y un nombre, la lápida de un nicho o la losa de una tumba en el suelo son ante todo una carta de amor. Las más antiguas están firmadas, quizá con el testimonio de que ... al otro lado de esos huesos que esperan la resurrección hay todavía un pecho que sigue latiendo y sufriendo: «Su hija le dedica este recuerdo».
Pasa el tiempo, los siglos doblan hasta tres veces el cabo en el que cambian los números romanos y el paseante de este tiempo, que con suerte sólo será capaz de encontrar algún apellido que le suene, no sabrá nada de quien murió ni de quien encargó aquellas letras, pero sí del dolor de la pérdida y del hueco en la habitación vacía.
Las flores frescas abren el color en el cementerio de Nuestra Señora de la Salud y en muchas tumbas, viejas y recientes, queda todavía el brillo del agua y del jabón que alguien pasó con la diligencia de quien limpia un cuarto de su casa. Cuando se marchen la frescura de este año y de todos los años quedarán desafiando al polvo y al sol las letras que dejaron testimonio de todas aquellas lágrimas.
Como todas las cartas, pueden escribirse con frases de fórmula o mezclando con la tinta las tripas de la sinceridad. La promesa del amor eterno se hace cumplir en el cementerio, porque les sobrevive durante siglos: «A la que bue mi bonísima compañera, Ángela Lozano Aroca, como recuerdo eterno del inmenso cariño de tu Gregorio Rodríguez Calderón».
Junto a la entrada hay un patio con nichos pequeños donde enterraban a los niños. El cementerio de la Salud se construyó entre 1804 y 1833 y desde entonces y hasta que avanzó bastante el siglo XX, muchos pequeños no tenían defensas para afrontar todas las enfermedades de la infancia.
Unas cuantas palabras expresan más que todo un libro: «Tomás, hijo de mi alma. 9 de abril de 1905». Ni hay más ni puede haberlo. «Hija mía. Hija mía. Hija mía». «Leocadia Muñoz. A los 8 años. Sus desconsolados padres».
En sus niños hay imágenes de ángeles con alas y casi nunca lloran, como los apesadumbrados de las tumbas de adultos que se alzan en el camino principal. Queda como el consuelo de que le han ganado al pecado y tal vez a eso aluda la palma, la victoria, que muchas veces rodea a sus nombres y a las fechas.
«Rogelia Bernier subió al cielo». Dieguito. Enriquín. Se fueron tan pronto que ni pudieron quitarse de encima el diminutivo en el momento de llevar pantalones largos. Si se pudiera ver a través de la piedra habría un ataúd blanco de una pequeñez que hasta dolería verlo, como duelen las edades. Tres años y cuatro meses. Ocho meses. Cuatro años y seis meses.
Símbolos
«No te olvidan un momento». «Lloran tu muerte». El tiempo habrá extraviado a los últimos descendientes en la curva de un desarraigo o del olvido, pero quienes amaron todavía lo proclaman en el cementerio de la Salud. Como si los desconsolados padres, hijos, abuela, madrinas y hermanos, no hubieran encontrado la paz después de aquel día en que dejaron un trozo de sí en la pared o en la tierra.
Las tumbas de los primeros años del siglo XX hablan con los símbolos. Al pie de la leyenda de María del Pilar Ortega, muerta en diciembre de 1920 a los 15 años, hay un reloj de arena y una guadaña. En otras muchas, quizá en serie, un ángel mira hacia un reloj que parece señalar la hora desconocida en que cada uno tendrá que dejar de respirar, o bien escribe el nombre de quien allí yace para dolor de los que mandaron grabar su nombre.
Con el paso del tiempo las tumbas dejaron de ser cartas de amor y adoptaron el lenguaje frío de la burocracia y de las letras de molde, como si el dolor o la soledad de cada uno se pudiese copiar. No era antes así.
En el nicho de María del Rosario Molero Carrasquilla, muestra a los 22 años, soltera, el 12 de enero de 1845, sus padres dejaron un poema con caligrafía inglesa: «De la muerte las alas opresoras / cubrieron, ¡oh, dolor!, su juventud: / mas un mundo mejor felices horas / en galardón / reserva a su virtud». No hay cruz ni señal cristiana, pero sí dos palomas que llevan una rama de olivo y una corona de espinas, y al pie un lema latino: «Sit tibi terra levis».
Desde ciertos puntos, el cementerio es como un bosque de cruces en el que descuellan los cipreses que se plantaron para que nadie olvide que en este lugar hay ante todo que mirar al cielo, y en sus patios centrales abundan los ángeles funerarios de gestos tristes que llevan coronas y parecen a punto de llorar.
Encima de un panteón al aire libre un obelisco tiene escritos en sus cuatro lados los nombres de quienes yacen y muchas veces no comparten ningún apellido. Un símbolo de la familia que a través de los matrimonios y la descendencia se va alargando hasta enredarse con otras ramas.
Un nombre y una edad muy temprana son todo el testimonio en nichos pequeños que han sobrevivido al tiempo
Junto a la puerta está el nombre de Juan Antonio Fábregues y Boixar, barón de Fuente de Quinto, que nació en Tortosa cuando era rey de España Carlos III, en 1780, y fue héroe de la Guerra de la Independencia antes de morir en Córdoba en 1844. En algunos patios la tierra se ha comido las piedras y quienes yacen ya no conservan el nombre, pero los nichos resisten a la altura de los ojos con la certeza de una sentencia: «Propiedad perpetua».
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