EL NORTE DEL SUR
Cuarenta grados de Telediario
La alerta roja se resume en que la gente está cabreada. Más de lo habitual. En que no hay quien haga vida. En que todo es insufrible
Estar acostumbrado a pasar calor durante los meses de julio y agosto tiene sus ventajas. Para empezar uno ... siente que el sitio en el que vive importa por fin algo en el mundo. El telediario abre con la noticia de la ola de temperaturas extremas y le da paso al corresponsal en Córdoba como quien le cede la palabra y la imagen al enviado especial al África subsahariana. Andalucía es un poco eso de Despeñaperros para arriba. Gente que por lo común trabaja poco y que en verano se echa la siesta con la excusa de que no hay otra manera de aguantar el azote del sol. Así que no hay que extrañarse de que suene el teléfono y de que sea un amigo del norte que sólo se acuerda de uno cuando el termómetro se dispara. «¿Qué, seguís vivos?», sonríe. Si el silencio es lo que obtiene por respuesta sigue con las preguntas de catálogo. «Y además tenéis que trabajar, con lo que eso os gusta a vosotros...», añade.
Sucede que corren los mensajes con chascarrilos sobre la canícula al mismo ritmo que el mercurio se eleva en los marcadores electrónicos de las avenidas en las que apenas nadie transita en la sobremesa. A esa hora Córdoba es un sueño, un sueño caliente, abrasador. Sí, la ciudad es insufrible. Los soportales se abren al viandante como un fresco santuario de sombras reparadoras. Te cruzas con alguien y te mira raro. «Adónde irá ése con la que está cayendo», te parece que está pensando cuando repara en ti con un gesto que es el mismo con el que se mira a un demente.
Alerta roja, aseguran los noticiarios. La alerta roja es un estado de ánimo que se resume en estar cabreado. Mucho. Más que de costumbre. Porque así no hay quien viva. Porque no hay derecho. Porque todo es una trifulca, un combate. Benditos «rodríguez» de la vida con la familia en Fuengirola o en Torrox que deciden a sus anchas cuándo ponen el aire acondicionado y cuándo lo quitan. Y pobrecito el que tiene que convencer a quienes comparten techo con uno que, hombre, buscar el sueño con el auxilio de la refrigeración pues tampoco es ningún pecado, un gasto si acaso, pero desde luego que justificado. Y las oficinas, ay las oficinas. Esos estratégicos cambios de mesas según donde caiga el chorro del aire. Esas asambleas improvisadas en las que falta sólo votar cuáles los grados exactos a los que conviene echar la peonada. Ese «pues te traes una rebequita que los demás no tenemos la culpa de que seas tan friolero» o ese «habrá que aguantarse un poquito con lo que hay, que si hace calor en todos lados pues habrá que pasarlo sin que todos lleguemos a casa congelados, que es como yo llego y luego me resfrío del cambio de temperatura». Y esa sensación, al cabo, de que el infierno empieza cuando se cruza la barrera de los cuarenta grados, que viene a ser lo mismo que salir en los titulares del telediario.
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