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«Era la personificación de la maldad puertas adentro»

Maximino Couto era una bestia que, si no se hacía lo que pedía, molía a golpes a su mujer. Así, un infierno de 22 años de infame matrimonio. Su última novia rogó para él la libertad y el preso se lo pagço matándola

«Era la personificación de la maldad puertas adentro»

El pasado 29 de noviembre, Herminia Buceta Luna estaba en Portas, su pueblo natal, auxiliando a sus consuegros en la secular matanza del cerdo. A no muchos kilómetros de allí, Maximino Couto Durán, su marido durante 22 agotadores años, pergeñaba la orgía de sangre que invocó tras los grilletes de su celda, en la prisión pontevedresa de A Lama. Ingresó el 24 de mayo de 2006. El suceso que propició su condena se inventarió en 2004. Ocurrió en enero.

Una llamada alertó a los agentes. En Mourente, un hombre estaba importunando a la que había sido su mujer, e intimidándola. Una dotación se trasladó urgentemente a esta parroquia de Pontevedra, y la acosada les informó, a su llegada, de que el provocador ya se había largado. La agraviada relató que esta persona le rompía las plantas, contó que no era la primera vez que tenía problemas, y explicó que en este último engarce había agitado incluso con desprecio y rudeza un «fouciño» (hoz en castellano). Los policías trataron de persuadirla para que denunciase, ante el temor de que estos lances degenerasen. Cuando ya se marchaban, llegó un Audi y, al volante, iba el instigador.

Ultrajó a su primera y única esposa (la llamó «puta»), y vejó a una de sus hijas. Le pegó una sonora bofetada, la tiró al suelo y escupió sobre ella. Los efectivos se arrojaron sobre aquel sujeto para tratar de reducirlo. Airado, violento y con mirada demoníaca, trató de resistir. Cuando por fin lo sujetaron y se disponían a esposarlo, apareció en escena María del Rosario Peso André, su conquista de entonces. «¡Déjenlo!», espetó y, sin mediar más palabra, se lió a paraguazos con los guardias. Ella también fue detenida y ambos fueron conducidos a la comisaría. A él le cayeron dos años, siete meses y 15 días, por dos delitos de amenazas y otro de resistencia a la autoridad. Para su novia comenzó en ese mismo momento su particular cruzada y calvario, al lado del animal del que se enamoró.

Aguantó por sus cuatro hijos

La de Herminia se había finiquitado con la deseada separación en 1995 del «hijo del sastre de Mourente» que en su día la cortejó. La llevó al altar hace ahora 35 años. Para la contrayente, su infierno comenzó casi tan pronto como su matrimonio, pero se recrudeció con el tiempo. «Al principio era normal, y yo lo quería. ¡Por eso llegó el enlace! Pero luego, empezó a beber, y muy mal. Siempre esperas que cambien las cosas, y... ¡qué sé yo!, teníamos cuatro hijos, yo no trabajaba, ¿a dónde iba? Eché mis cuentas y aguanté hasta que se fueron haciendo mayores. Él ya era en esa época la maldad personificada puertas adentro», rememora.

Su martirio aún la encrespa. «Si no hacía lo que él decía, ya estaba la fiesta armada», continúa. «Juntos estuvimos bien los primeros años, muy pocos, porque su mal beber lo estropeó todo». Los regalos mudaron en cardenales, las comidas y cenas en agarradas, y las salidas nocturnas en encierros forzosos. Ella calla muchos episodios dolorosos, pero los desvela Aurora, la mayor de sus hijas, de 34 años, que lleva la contabilidad a unas empresas. «La agarraba del cuello, muy fuerte. A veces le metía la cabeza en el lavadero para pegarle allí mismo. Aguantaba por nosotros», relata Aurora. Olga es la hija pequeña, con 28 primaveras y una niña de ocho meses. «No sólo repartía azotes; a mi madre la denigraba, abusaba de ella; y en ocasiones nos echaba a dormir a la calle al frío», manifiesta.

Manuel es su hermano. Treintañero, y fontanero de profesión. «Bebía vino, y cubatas de Larios con Cola; y nos daba “panaderas” (cachetes), a mí también; mi madre aparecía con los ojos hinchados, y nosotros con correazos en las piernas». El joven atiende a ABC en el segundo piso del número 28 de Ángel Limeses, la planta que le quedó a su progenitora tras la ruptura. En el domicilio no hay una sola fotografía de su padre. Lo repudia. Ni siquiera guarda aquellas de cuando salían a cabalgar, antes de las masivas ingestas alcohólicas.

«Las tiramos, ¿para qué queríamos verlo?». Manuel narra que, desaparecido el vínculo conyugal, Máximo, como también se le conoce, ocupó el primer piso del edificio. Primero llevó con él a una novia de Lalín, con la que estuvo tres años, y que lo dejó por maltrato. Más tarde, a Rosario Peso, de la que fue amante y, finalmente, su ejecutor confeso. «Tenerlo ahí era insoportable», asegura. Y viene a la mente el salvaje caso de Ana Orantes Ruiz, de 60 años, que encontró una muerte brutal el 17 de diciembre de 1997. Su ex marido, José, le prendió fuego después de rociarla con gasolina en el chalet que compartían, ella arriba y él abajo, desde que habían puesto tierra de por medio a su matrimonio.

Manuel detalla que su «viejo» era albañil y que trabajó en la fábrica de cloro de Elnosa, en Pontevedra. Hace dos décadas lo despidieron por su difícil carácter y, enfadado por la destitución, estudió fastidiar al mensajero: intentó clavarle unas tenacillas al encargado. Afortunadamente, no exhibió su saña con esta acción. «Es cruel, pero viene de familia de pasta, y muchos por pelotear hicieron siempre de abogado del diablo», evoca su vástago indignado. «Rosario ideó una hoja para sacarlo de la cárcel, y se la firmaron varios, e incluso decían que le pegábamos nosotros», alega. Herminia lo suscribe, y aventura que «algunos lo pensarán ahora también». En Mourente residen dos hermanas del recluso. Una es Olga, y no entiende su infernal deriva. «¿Por qué?», pregunta.

«Solamente se ha puesto en contacto con nosotros una de mis tías paternas; la otra no», ilustra Manuel. Ana, de 32 años, y empleada en un geriátrico, es la última de sus hermanas. A ella le cuesta más hablar. Quizás porque sabe que la cárcel no ha frenado la violencia de este maltratador reincidente.«MC1» La familia, al completo, se pregunta qué «buena conducta» habían visto en el convicto para la concesión de un permiso penitenciario.

Saben que le tocaba salir próximamente, el 19, y que entonces habría hecho algo parecido, pero no comprenden el «regalo» de esta salida, «ni de las cuatro anteriores», apuntan. Rosario suplicó al director de la penitenciaría, José Antonio Gómez Novoa, el tercer grado para su compañero. Se le dio, porque cumplía «todos los requisitos y los informes eran favorables», justificó el responsable del centro, que cuando dirigía la cárcel de Taguise, en Lanzarote, fue cesado justo después de que el 29 de noviembre de 1997 dos delincuentes menores se fugasen serrando los barrotes. Ella fue a recoger a su «galán», como hacía siempre, y los dos tomaron rumbo a Tourón, en Ponte Caldelas, donde moraban juntos.

El sábado, antes de la hora fijada para el regreso al presidio, Maximino pidió a su novia las llaves del cuarto de las herramientas, porque quería el taladro. Ella se negó. Sospechaba. Él, —así lo declaró—, la agarró y la tiró con tanta fuerza que se clavó la cabeza con un pico de obra, y agonizó. La interpretación no encaja con la tesis de la Guardia Civil y la autopsia, que da cuenta de muchos más golpes.

Muerta su compañera, a la que «quería muchísimo», reconoció, «tenía su vida arruinada», y se propuso hacer más daño. Se fue, presuroso, al hogar del médico Ángel Echeverri, del Complejo Hospitalario de Pontevedra (CHOP). El galeno, para el que trabajó Herminia, estaba ausente. Máximo, como creía no tener prohibida ninguna apetencia, guió sus pasos, ensangrentado y con un cuchillo enorme, a la vivienda de Concepción. La apuñaló por unas palabras que ella dijo a la televisión cuando se celebró el juicio que lo encerró. Su marido, Francisco, se echó sobre él para defenderla. Y recibió cuchilladas graves. El novio de su hija menor evitó una tragedia mayor.

«¡Disparadme si hay güevos!»

«A por él, no iba», admitiría con posterioridad Couto Durán. En el domicilio de su ex mujer no halló tampoco a nadie. Falló la pulsera GPS. Forzó la puerta, robó otros cuatro cuchillos, revolvió las camas y echó una ojeada en los armarios. Ni rastro. Al contrario que en la buhardilla, donde se refugiaba, presa del pánico, una familia de rumanos que hace ocho meses alquiló el ático a Maximino. Cuatro niñas, un bebé y tres mujeres adultas estaban allí. «Lo vimos, sanguinolento», precisaron. Al poco, se personaron las fuerzas de seguridad.

El recluso, cual bestia, hirió con una de sus dagas jamoneras a P. B., Policía Nacional de 33 años, que lleva una década en el cuerpo. Quería clavársela en el abdomen, pero la esquivó y se hirió el antebrazo. No se sabe si sufrirá una minusvalía. «¡Disparadme si hay güevos!», repetía el malhechor, hasta que desembuchó y aceptó sus crímenes. No estaba fabulando. Luego intentó herir a otro agente más, y en el coche patrulla causó destrozos. Por su ferocidad y sangre fría, muchos que otrora eran sus amigos lo llaman «alimaña».

En su testimonio matizó que se habría ido contento a su confinamiento, si le hubiese dado tiempo a «cepillarse al doctor», al abogado de su ex mujer, Celestino Barros, al cabo José Fernández, que lo detuvo en 2004; y a su ex mujer. Su hijo Manuel Couto rescató otra de las aciagas profecías de su padre ante el juzgado. «Dijo que él no se iba a suicidar hasta matarnos a todos; que si no podía salir de entre rejas, pagaría a alguien para que lo hiciese. Desde luego, no se suicidará».

En prisión eran «vox populi» sus ansias de venganza contra los que figuraban en su «lista negra», a los que acusaba de robarle (el dinero le obsesiona), o de destrozarle la vida. Era antisocial, tomaba antidepresivos suaves, se negó a seguir un programa voluntario para maltratadores; y quebrantó la orden de alejamiento por 15 años de Herminia Buceta el 21 de diciembre de 2005 y el 23 de enero de 2006.

Con Rosario Peso era correcto. Ella, de 57 años, era empleada de la limpieza en el Hospital Montecelo. Enviudó hace años, y fue maltratada. No tenía hijos. Sus hermanos, José y Mari Carmen, que el miércoles portaron la pancarta contra la violencia de género en la Alameda de Ponte Caldelas, al lado del alcalde, Perfecto Rodríguez, y el presidente de la Diputación Provincial, Rafael Louzán, puntualizaron que él la había alejado de los suyos. A nadie le parecía trigo limpio este verdugo sin medias tintas que, como J. M. G. O, —el preso de 44 años que el 5 de enero de 2006 apuñaló de muerte en Palma a su esposa de 28 en plena calle tras la Cabalgata de Reyes y delante de sus hijos menores—, aprovechó un permiso para perpetrar su «ajuste de cuentas».

Ana Míguez, de la asociación feminista Alecrín, opina que en A Lama el tercer grado penitenciario se «da de forma muy sencilla», y Xosé Freire y Marcos Castro, del Sindicato Unificado de Policía, confirman que Maximino Couto, desde la prisión, seguía apercibiendo a todos sus torturados. «Primar la reinserción más que la seguridad de las víctimas es, a veces, un experimento indecente», concluyen. En Boiro (La Coruña), Mª Luisa Rodríguez está angustiada. Su maltratador sale el próximo día 10. Ella quiere que se legisle bien, pero no a costa de más atrocidades.

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