Memoria viva de los mártires

Cuatrocientos noventa y ocho mártires de la II República y la Guerra Civil suben hoy a los altares como beatos. Hombres y mujeres, sacerdotes, religiosos y laicos, que dieron su vida por la fe. Ellos

Cuatrocientos noventa y ocho mártires de la II República y la Guerra Civil suben hoy a los altares como beatos. Hombres y mujeres, sacerdotes, religiosos y laicos, que dieron su vida por la fe. Ellos murieron, pero les sobrevivió la memoria. Hoy, en estas páginas, ... recuerdan aquella tragedia supervivientes, hermanos, parientes... Son la «memoria viva» de los mártires.

Eliseo Bardón. El hombre que sobrevivió al martirio

Eliseo Bardón recibe, sonriente, a D7 en el colegio de Nuestra Señora del Buen Consejo, «donde vota el presidente del Gobierno». A sus 85 años, el religioso agustino conserva intacto el buen humor, pero también los recuerdos de una vida marcada por la tragedia. Y es que el padre Bardón vivió en primera línea el martirio de varios de sus compañeros, «los mártires de Uclés», asesinados la noche del 27 de julio en Belinchón y que hoy serán beatificados en Roma. «Yo me salvé por los pelos», sonríe al recordar cómo muchos de los aspirantes a agustinos salvaron la vida al no tener la marca de la tonsura en su coronilla.

Nacido en León en 1922, llegó con 12 años al monasterio de Uclés. «Cuando vino la sublevación, no nos enteramos de nada», recuerda. Todo cambió el 24 de julio por la noche, cuando el alcalde, don Pío, entró en el monasterio y se reunió con el superior, José Gutiérrez Arranz. «Le dijo que teníamos que salir de allí porque en unos días iba a pasar una columna de anarquistas y nuestras vidas corrían peligro. Así que nos vestimos de civiles y fuimos repartidos en casas de los vecinos».

El 27 de julio «se presentaron en Uclés cinco coches con personas armadas. Al frente iba una mujer con acento francés. Al anochecer, empezaron a llamar por las casas y a llevarse a gente», recuerda. «A la explanada subieron unos 20. Entonces, el padre Gutiérrez Arranz les pidió que no se llevaran a los estudiantes. La miliciana miró la coronilla de todos, y dejó libres a los que no tenían la tonsura».

Muchos escaparon de la muerte aquella noche. Entre ellos el propio Bardón, quien debe su suerte «al dueño de la casa, que nos escondió en un caserón cercano». Desde allí, el religioso contempló cómo «se llevaron de Uclés a cuatro frailes: José Gutiérrez Arranz, José Aurelio Calleja, Enrique Bernardino Serra y el padre Antolín Astorga, que estaba de visita; al cura del pueblo, don Vicente Toledano; y a cuatro seglares: Pablo Cobo, Luis Morales, Santiago García Librero y Máximo Priego».

«Los sacaron en un coche, atados de dos en dos. Llegados a las curvas de Belinchón, bajaron a los hombres y les fusilaron». Antes de que dispararan a los del otro vehículo, el padre Sierra, «que estaba atado con Máximo Priego», consiguió soltarse. En ese momento «Priego se echó al barranco y, entre los sembrados, logró llegar a Uclés. Así, al día siguiente supimos el destino de nuestros hermanos».

En cuanto al joven postulante, permaneció en Uclés, «escondido», hasta que viajó a casa de un tío en Madrid. En el tren hacia la capital, el religioso conoció a «mi ángel de la guarda», un miliciano que, por segunda vez, le salvó de morir. «Me pidió los papeles. "¿De Uclés?", preguntó. Y yo: "Sí". "¿De los frailes?", insistió, y yo: "Sí". No sabía mentir, me habían enseñado que era pecado. Y me llevó consigo, a primera, tratándome fenomenalmente».

En Atocha, «cuatro milicianos se metieron conmigo, y llegaron a exigirme que blasfemara. Yo, muerto de miedo, me negué». Cuando las cosas empezaban a ponerse negras, «llegó el miliciano y les obligó a que me dejaran en paz». En Madrid, permaneció unas semanas, hasta que fue enviado a Sallent de Llobregat, «con una familia de anarquistas que me hicieron un carné de la CNT».

En este punto, su historia se vuelve casi irreal: acabó trabajando en la imprenta de un diario anarquista de Aragón, hasta que en marzo de 1938 fue detenido, y casi condenado, por los nacionales. «Les dije que era agustino de Uclés y me dejaron marchar con mi familia», que vivía en Santibáñez de Arienza (León). Allí permaneció hasta el final de la guerra.

Carmen Duarte. El hermano salvajemente asesinado

«Mi hermano sufrió un martirio de ocho días, con palizas de tres horas y corrientes eléctricas diarias. Le pusieron delante malas mujeres para que rompiera su voto de castidad, pero él las rechazó. Entonces, los milicianos cogieron una navaja, y le cortaron sus partes». A sus 87 años, la madre Carmen mantiene vivo el recuerdo de su hermano, Juan Duarte, asesinado el 15 de noviembre de 1936 en Álora (Málaga).

La religiosa pertenece a las carmelitas de Ronda y, pese a su delicado estado de salud, viajó hasta Roma para contemplar la beatificación de su hermano. Allí se encontró con el sobrino nieto del nuevo beato, el diputado socialista y ponente de la Ley de Memoria Histórica, José Andrés Torres Mora. «Yo no comparto las ideas de mi tío, pero mucho menos comparto las de quienes le mataron», declaró.

Cuando asesinaron a Juan Duarte, Carmen (la menor de cinco hermanos) tenía 15 años. «Mi hermano era rubio, con los ojos negros, un lunar en la cara precioso. Era el encanto del pueblo», declara con amor de hermana. «Siempre quiso ser sacerdote», recuerda. Juan Duarte fue ordenado diácono el 6 de marzo de 1936.

Su martirio es de una extrema crueldad. La persecución religiosa sorprendió al joven de vacaciones en casa de sus padres, en Yunquera. Allí pasó varias semanas, escondido en un semisótano, hasta que una vecina le delató. El 7 de noviembre de 1936 empezaron las torturas. «Le pidieron que blasfemara, pero jamás cedió». El 15 de noviembre, «medio muerto, con las piernas partidas», lo llevaron al arroyo Bujía, en Álora. «Todavía vivo, le abrieron el cuerpo, le inundaron con gasolina y le prendieron fuego». Y durante varios días algunos milicianos continuaron disparando al cadáver yaciente en tierra.

«No guardamos rencor, ya está superado»

«Mi madre era muy recta conmigo, me corregía mucho, no quería que porque fuese hija única resultase una malcriada», recuerda Teresa Caballero Cejudo, hija de Teresa, cooperadora salesiana martirizada el 20 de septiembre de 1936 en Pozoblanco (Córdoba).

Tenía 10 años cuando su madre falleció, y uno más cuando desapareció su padre, perdido en el «Legazpi», un barco del que nunca se supo.

«No guardamos rencor, eso ya lo hemos superado», cuenta Teresa, quien tuvo que aprender a vivir sin padre ni madre. Sobre los últimos días de vida de ésta, Teresa tiene un velo en la memoria, que sólo le permite recordar frases sueltas y situaciones de modo muy difuso.

«Ella estuvo un mes en la cárcel. Todos los días, le llevaba la comida a la cárcel con el ama. Recuerdo que había mujeres que cosían, otras que hablaban.».

El 16 de septiembre tuvo lugar un juicio, en el que Teresa Cejudo fue condenada junto a otras diecisiete personas. «Un miliciano la acusó de haberla visto con un mono falangista y un fusil, y mi madre le respondió: "Y usted, como autoridad, ¿por qué no me desarmó?"».

El día de su condena a muerte, las hermanas de la mártir llevaron a su hija «porque se la van a llevar, me dijeron. Recuerdo que yo no paraba de llorar y le decía a mi madre que me quería ir con ella. "Tú, con los titos", me contestó, y me dio su bendición. Me pidió que no odiara a nadie».

Esa misma tarde, camino de las tapias del cementerio, la mártir animaba a sus compañeras de prisión «¡Hasta el Cielo!», decía. En las tapias del mismo, fue la última en caer; nunca dejó de animar a sus compañeros «con la esperanza de la vida eterna».

Mientras tanto, su hija, sola, «sólo lloraba».

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