El Rey y el Almendro
Que el emérito pueda volver no significa que deba hacerlo. Tal vez crea que se ha ganado el derecho a vivir los últimos años de su vida en el país que le enseñaron a amar, desde muy pequeño, por encima de todas las cosas. También es posible que no sea consciente de la imagen que tiene de él la España de este siglo.
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Iniciar sesiónJC quiere volver. «Escríbelo y no te equivocas», me dice mi espía paraguayo tratando de disimular el estupor que le oscurece el semblante. El Rey también está en estado de shock, me dicen. Le ha dejado muy claro a su padre que no hay sitio ... para él en el Palacio de la Zarzuela pero no puede evitar que se aloje en otra parte. Después de todo es un ciudadano libre en un país libre. De eso se trataba, ¿no? De acabar con la dictadura que le sentó en el trono y de traer una democracia plena que amparara los derechos y libertades de todos los españoles. También los suyos. Esa fue su gran obra. ¿Por qué no puede beneficiarse de sus efectos?
Siempre he creído que el ejercicio de un derecho no ofende a nadie. Pero también me enseñaron que la virtud política por excelencia es la prudencia: correr cuando hay que correr y tascar el freno cuando los peraltes de las curvas estén hechos un cristo. Que el emérito pueda volver no significa que deba hacerlo. Tal vez crea que se ha ganado el derecho a vivir los últimos años de su vida en el país que le enseñaron a amar, desde muy pequeño, por encima de todas las cosas. También es posible que no sea consciente de la imagen que tiene de él la España de este siglo. Los reyes viven en burbujas por donde no circula el mismo oxígeno que respiramos el resto de los mortales.
La figura de la inviolabilidad penal debe causar estragos irreversibles en la estructura psicológica de los hombres que la disfrutan. O mejor dicho, que la padecen. Algo así nublaría el juicio de cualquiera. Los reyes malqueridos, como suele suceder con los cornudos, son los últimos en enterarse de su desgracia. Esa ceguera antropológica tiende a encontrar una complicidad perniciosa en los cortesanos que pululan alrededor del trono. Tampoco ellos se enteran demasiado bien de lo que se cuece en la España real —mejor digo verdadera, para evitar equívocos— y a menudo se convierten en lazarillos inútiles. Un ciego no puede guiar a otro ciego.
Cuando Sabino advirtió que la deriva del Rey le llevaba por mal camino trató de pararle los pies y el resultado fue que acabó despedido. Suárez llegó a decirle que si no cambiaba de actitud se vería obligado a pedir su abdicación. Cito esos nombres porque ambos me lo contaron en vivo y en directo. Me consta que hubo muchos más y que hoy en día el elenco de rostros preocupados —el de Felipe González es uno de ellos— empieza a ser interminable. Pero Juan Carlos escucha con dificultad los mensajes desagradables. Prefiere el discurso que le hizo Mario Conde tras la defenestración de Sabino: «Yo me encargo de controlar a la prensa, Señor. Usted preocúpese tan solo de hacer lo que le venga en gana».
El Rey emérito haría bien, en mi humilde opinión, si desoyera a los consejeros que le dicen lo que quiere oír. «The Crown» nos ha enseñado lo duro que es crecer en un microclima donde los sentimientos, las ambiciones humanas y los gustos personales deben supeditarse al bien supremo de la institución monárquica. Los reyes son insectos raros a los que todo el mundo observa a través del microscopio. Son ratas de laboratorio programadas para actuar a control remoto. Piensan, dicen y hacen lo que otros les dictan. Casi nada de lo que consiguen es mérito suyo. Todo se lo deben al titiritero que mueve los hilos. Son solo un eslabón de la dinastía.
Si de verdad quiere preservarla debería escrutar los rostros de los actores que están agitando el debate republicano con el único fin de cargarse el Régimen constitucional del 78. Sin rey no hay monarquía parlamentaria, y sin ella la Constitución se va inexorablemente a pudrir malvas. A las personas enfangadas en esa operación, la idea de la vuelta de Juan Carlos les provoca una felicidad infinita. ¿No bastaría ese hecho para medir la decisión adecuada? Pincho de tortilla y caña, Señor, a que si lo sometiera a referéndum los monárquicos le aconsejarían mayoritariamente que no hiciera caso a la publicidad de El Almendro.
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