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El perdón de las víctimas en el posterrorismo de ETA

Desde el final de la actividad criminal de ETA han sido solo 16 los crímenes resueltos, y ninguno de ellos gracias a la colaboración de los terroristas

El autor, Luis Heredero Ortiz de la Tabla, hijo del Coronel de Caballería Antonio Heredero Gil, asesinado por ETA en Salamanca el 2 de septiembre de 1992

Luis Heredero Ortiz de la Tabla

El emotivismo ético , con origen en la obra de Hume, es una corriente de pensamiento que entiende que los parámetros del bien y del mal vienen marcados única y exclusivamente por nuestras emociones. Esta tendencia es aprovechada por los políticos que intencionadamente las estimulan con el objetivo de que aceptemos decisiones que carecen de otro sustento, de tipo racional o moral.

En lo que respecta al proceso que condujo al final del terrorismo de ETA, Zapatero hizo una primera invocación a las emociones cuando asignó el término «proceso de paz» a lo que en realidad era un arreglo con una banda criminal en activo. Nos colaron en el debate político y social, según señaló el periodista Santiago González, «un sintagma que no tiene costes; haría falta ser un desalmado para no sumarse a él sin necesidad de reflexión».

Otra muestra de emotivismo político fue presentar el final que el Gobierno pactó con ETA como una «derrota» . Detrás del entusiasmo que los sucesivos gobiernos indujeron en la sociedad por una inexistente capitulación de la banda , se quisieron esconder las contraprestaciones que obtuvieron los terroristas a cambio de dejar las armas, entre las que destaca la legalización de Bildu.

En los últimos tiempos, el PNV y Bildu, junto con el PSOE, beneficiario de su respaldo parlamentario, apelan de nuevo a nuestras emociones al señalar insistentemente la «convivencia» y la «reconciliación» como el desenlace idóneo para la sociedad del posterrorismo de ETA. Una vez más, incorporan al debate político palabras que resultan irrefutables desde el sentimentalismo, y que son muy eficaces para sortear la permanente reclamación de justicia de las víctimas del terrorismo, para eludir la responsabilidad política del nacionalismo vasco en los largos años de terror, y la del PSOE en el blanqueamiento de Bildu .

Situar interesadamente la convivencia y la reconciliación como epílogo de cinco décadas de terrorismo, constituye una estrategia política que conduce a sus autores a la exigencia del perdón a las víctimas . La legítima actitud de las protagonistas de la novela «Patria» y de la película «Maitxabel» es tomada como referencia por quienes intencionadamente interpelan a las víctimas en relación con su clemencia, a la que otorgan un extraordinario poder purificador para la convivencia. El mero planteamiento de esta cuestión obliga a la víctima a cargar con la responsabilidad de la supuesta concordia . Pero si además, resulta que con su respuesta no genera las mismas sensaciones conmovedoras que las tomadas como modelo, corre el riesgo, cuando menos, de convertirse en sospechosa de arruinar la convivencia, e incluso de buscar la venganza , si es que se le ocurre invocar la justicia. En ese contexto provocado por la exaltación del arrepentimiento y por la apología del perdón, y al grito en sede parlamentaria de «¡ETA desapareció, ETA no está aquí, aquí no hay terroristas!» (Odón Elorza), se propaga la idea de que el trato de favor del Gobierno socialista a los presos de la banda y a Bildu queda justificada por el perjuicio que las víctimas causan a la anhelada reconciliación cada vez que invocan el Estado de Derecho.

Sin embargo, atribuir al perdón de la víctima un poder exculpatorio con un alcance social o político presenta muchas limitaciones. La primera procede de la inmoralidad y la indecencia que supone que los mismos que quebraron la convivencia a través del terror, y los beneficiarios políticos de este, encomienden ahora su restauración a sus víctimas.

Vincular la concordia a la clemencia de las víctimas, supone, a juicio de Fernando Savater, privatizar la culpa, hacer «como si los delitos cometidos fuesen agravios o malentendidos interpersonales, casi íntimos». Este argumento, que ha sido generalizadamente admitido para rechazar que las víctimas se tomen la justicia por su mano, entendiendo por tal una justicia condenatoria, lo ha de ser también para oponerse a que el resultado de esa justicia sea absolutorio.

Otro importante obstáculo que presenta la apelación al perdón de las víctimas del terrorismo es que solo es posible la indulgencia de los vivos, porque no existe el perdón por delegación: nadie puede perdonar en nombre de los que fueron asesinados , ni tan siquiera los familiares más cercanos, entre los cuales puede haber, además, distintas decisiones en torno al perdón. Además, se comete el error de interpelar, de entre los supervivientes, únicamente a víctimas directas y a los familiares de los asesinados. Sin embargo, puestos a perdonar, debería tenerse presente al resto de víctimas, como por ejemplo a quienes vivieron amenazados y no pudieron ejercer libremente sus derechos.

En otro orden de cosas, junto a la culpa criminal, también existe una culpa política y moral en relación con la actividad criminal de ETA, de la que habla Joseba Arregui. Para saber quiénes son los titulares de esa culpa, y en consecuencia susceptibles de obtener el perdón junto con los terroristas, habrá que responder a las preguntas que formula el autor: «qué ha hecho cada uno durante toda esa historia, dónde ha estado, cuál ha sido su comportamiento, hacia dónde ha mirado, si ha mirado, qué ha hecho para que la historia terminara».

Y si se analiza este asunto desde la perspectiva de los terroristas y de su arrepentimiento, se observa la ausencia total de colaboración con la justicia y de deslegitimación pública de la violencia ejercida. Desde el final de la actividad criminal de ETA han sido solo 16 los crímenes resueltos , y ninguno de ellos gracias a la colaboración de los terroristas. Eso provoca, a su vez, una limitación capital para la interpelación del perdón a las víctimas, que es la existencia de 379 asesinatos de autor desconocido.

La verdadera convivencia o reconciliación , tal y como dijo el socialista asesinado Fernando Buesa en relación con la verdadera paz (que conviene distinguir de la mera ausencia de violencia), tienen que estar fundamentadas en la justicia . Es decir, que mientras la justicia hace su ineludible trabajo, es legítimo, ¡solo faltaba!, que las víctimas y sus familias reaccionemos como nuestra conciencia nos dicte con respecto al perdón, sin necesidad de soportar que nadie nos interpele con la intención de señalarnos como responsables de la reconstrucción de una convivencia que ETA quebró a sangre y fuego.

El interés del PSOE por blanquear el pasado terrorista de Bildu y de sus miembros, el del nacionalismo vasco por eludir su responsabilidad en cinco décadas de terror, y el de todos ellos por sortear la justicia para los presos de ETA, no debe hacernos caer en la trampa de situar la pelota en el tejado de quienes representan el último obstáculo de la democracia a esas pretensiones, que son las víctimas del terrorismo. En conclusión, en este tiempo del posterrorismo de ETA, no debería admitirse que convivencia y justicia, que deben ir de la mano , se nos presenten como alternativas. Y menos aún podemos hacerlas depender de un inexistente poder purificador del perdón de las víctimas sacado intencionadamente de una novela o de una película, por muy emotivo que resulte su final.

El 27 de diciembre de 1983, el Papa Juan Pablo II visitó en la cárcel a Mehmet Ali Agca, terrorista que había atentado contra su vida el 13 el mayo de 1981. Allí le regaló un rosario de nácar y le renovó su perdón. Ali Agca estuvo cumpliendo su condena en Italia por el delito cometido hasta el año 2000.

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