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Salvador Sostres - ANÁLISIS

«Muy lamentable»

El drama de Cataluña es que la CUP se haya instalado en las instituciones

Salvador Sostres

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Al fin el presidente de la Generalitat se ha dado cuenta de que efectivamente lo de la CUP es «muy lamentable», tanto como que un partido como Convergència haya llegado a creer que con semejantes compañeros de viaje puede construir algo tan serio como un Estado.

Decir que no acudirás a una manifestación en contra del terrorismo si va el Rey constituye un inigualable momento de estupidez pero lo realmente grave es que el que hasta hace poco fue el partido alfa del catalanismo y de Cataluña haya caído en la bajeza de homologar a semejante atajo de bárbaros entregándoles las riendas del gobierno. Si no reconocen la propiedad privada, son cómplices de Otegui y de las dictaduras de Castro y Cuba; si se rasgan las vestiduras con la islamofobia y proponen expropiar la Catedral de Barcelona y la quema masiva de iglesias o atribuyen los atentados islamistas al capitalismo, nadie sensato ni con la menor idea de Estado -aunque sea del Estado catalán- querría tener nada que ver con ellos y es una insólita demostración de provincianismo, y de tam-tam tribal, que lo que una vez fue el centro derecha razonable -corrupto pero razonable- haya cometido la inmensa torpeza de saltar al vacío de la mano de estos profetas de cualquier catástrofe.

Su anuncio de que no participarán en la manifestación del sábado es folclore antisistema que les retrata pero lo deleznable es la violencia que les hemos permitido en las distintas batallas campales que han protagonizado, la más reciente contra el turismo. Puigdemont no puede hacerse el ofendido con lo que él mismo ha patrocinado para lograr sus objetivos «nacionales». El descalabro político y moral de Cataluña no podría entenderse sin una Convergència -o lo que queda de ella- que una vez más se ha equivocado en sus demenciales cálculos: primero naufragó tratando de parecerse a Esquerra, que va arrebatarle la presidencia de la Generalitat en las próximas elecciones automómicas, y hoy hace el ridículo flirteando con la CUP como si no hubiera aprendido que la derecha catalanista suele despertar de este sueño asesinada en las cunetas.

Pero más allá de las siglas concretas y de la indigencia intelectual de sus representantes, existe un «espíritu CUP» perfectamente establecido en Cataluña -permisivo con la ocupación, indulgente con el islamismo, violento contra la policía- y que no es ajeno a la idiosincrasia del atentado de las Ramblas, que tuvo su origen en una casa ocupada y en una explosión que no se investigó adecuadamente por ese buenismo de creer que eran sólo unos pobrecitos árabes; ni es ajeno, tampoco, a las facilidades que hoy mismo les continuamos dando para que puedan volver a golpearnos. Lo que la CUP es y representa forma parte del sustrato moral de Cataluña con mucha más fuerza que sus diez diputados y eso es lo esencialmente «muy lamentable».

Sólo así se explica que Ada Colau sea alcaldesa de Barcelona y que incluso después de los atropellos haya dicho que no piensa instalar bolardos en las calles más transitadas porque quiere que «sigamos siendo una ciudad libre», como si continuar vivos no fuera la primera condición de la libertad. Y sólo así, también, se entiende que una parte importante de los catalanes tengan interiorizado que la Ley es opcional y que sale gratis desafiar a un Estado.

El drama de Cataluña no es que la CUP no acuda a una manifestación sino que se haya instalado en nuestras instituciones y en la debilitad mental que oscurece nuestro funcionamiento diario.

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